Alma Tadema, "Escuchando a Homero"
Homero, Ilíada 1, 1 ss. (Traducción de Luis Segalá y Estalella)
Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquileo; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves —cumplíase la voluntad de Zeus—desde que se separaron disputando el Atrida, rey de hombres, y el divino Aquileo.
¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan? El hijo de Zeus y de Leto. Airado con el rey, suscitó en el ejército maligna peste y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises. Este, deseando redimir a su hija, habíase presentado en las veleras naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos, así les suplicaba: —¡Atridas y demás aqueos de hermosas grebas! Los dioses, que poseen olímpicos palacios, os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, al flechador Apolo.
Todos los aqueos aprobaron
a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate: mas
el Atrida Agamemnón, a quien no plugo el acuerdo, le mandó enhoramala con
amenazador lenguaje:
Crises y Agamenón. Museo del Louvre
—Que yo no te encuentre, anciano, cerca de las cóncavas naves, ya porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes le sobrevendrá la vejez en mi casa, en Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, para que puedas irte sano y salvo.
Así dijo. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. Sin desplegar los
labios, fuése por la orilla del estruendoso mar, y en tanto se alejaba, dirigía
muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Leto, la de hermosa cabellera: —¡Oyeme,
tú que llevas arco de plata, proteges a
Crisa y a la divina
Cila, e imperas en
Ténedos poderosamente!
¡Oh
Esmintio! Si alguna vez
adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor pingües muslos de toros o de
cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!
Tal fue su plegaria. Oyóla Febo Apolo, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Sentóse lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; mas luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
Durante nueve días volaron
por el ejército las flechas del dios. En el décimo, Aquileo convocó al pueblo a
junta: se lo puso en el corazón Hera, la diosa de los níveos brazos, que se
interesaba por los dánaos, a quienes veía morir.
"Aquiles disputa con Agamenón" J. H. Tischbein, 1776
Homero, Ilíada 1, 1 ss. (Traducción de Luis Segalá y Estalella)
(Agamenón se dirige a Calcante, quien le ha comunicado la voluntad de Apolo: ha de devolver Criseida a su padre)
—¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias y nunca dijiste ni ejecutaste cosa buena. Y ahora, vaticinando ante los dánaos, afirmas que el Flechador les envía calamidades porque no quise admitir el espléndido rescate de la joven Criseida, a quien deseaba tener en mi casa. La prefiero, ciertamente, a Clitemnestra, mi legítima esposa, porque no le es inferior ni en el talle, ni en el natural, ni en inteligencia, ni en destreza. Pero, aun así y todo, consiento en devolverla, si esto es lo mejor; quiero que el pueblo se salve, no que perezca. Pero preparadme pronto otra recompensa, para que no sea yo el único argivo que se quede sin tenerla; lo cual no parecería decoroso. Ved todos que se me va de las manos la que me había correspondido.
.....Mirándole
con torva faz, exclamó Aquileo, el de los pies ligeros:
—¡Ah impudente y codicioso! ¿Cómo puede estar dispuesto a obedecer tus órdenes
ni un aqueo siquiera, para emprender la marcha o para combatir valerosamente con
otros hombres? No he venido a pelear obligado por los belicosos teucros, pues en
nada se me hicieron culpables —no se llevaron nunca mis vacas ni mis caballos,
ni destruyeron jamás la cosecha en la fértil Ptía, criadora de hombres, porque
muchas umbrías montañas y el ruidoso mar nos separan— sino que te seguimos a ti,
grandísimo insolente, para darte el gusto de vengaros de los
troyanos a Menelao y a
ti, cara de perro. No fijas en esto la atención, ni por ello te preocupas y aún
me amenazas con quitarme la recompensa que por mis grandes fatigas me dieron los
aqueos.
Briseida
Jamás el botín que obtengo iguala al tuyo cuando éstos entran a saco una populosa ciudad: aunque la parte más pesada de la impetuosa guerra la sostienen mis manos, tu recompensa, al hacerse el reparto, es mucho mayor y yo vuelvo a mis naves, teniéndola pequeña, pero grata, después de haberme cansado en el combate. Ahora me iré a Ptía, pues lo mejor es regresar a la patria en las cóncavas naves: no pienso permanecer aquí sin honra para proporcionarte ganancia y riqueza.
Contestó el rey
de hombres Agamemnón:
—Huye, pues, si tu ánimo a ello te incita; no te ruego que por mí te quedes;
otros hay a mi lado que me honrarán, y especialmente el próvido Zeus. Me eres
más odioso que ningún otro de los reyes, alumnos de Zeus, porque siempre te han
gustado las riñas, luchas y peleas. Si es grande tu fuerza un dios te la dio.
Vete a la patria llevándote las naves y los compañeros, y reina sobre los
mirmidones; no me cuido
de que estés irritado, ni por ello me preocupo, pero te haré una amenaza: Puesto
que Febo Apolo me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis amigos; y
encaminándome yo mismo a tu tienda, me llevaré a Briseida, la de hermosas
mejillas, tu recompensa, para que sepas cuanto más poderoso soy y otro tema
decir que es mi igual y compararse conmigo.
Atenea detiene a Aquiles en medio de su cólera. Tiépolo
Tal dijo. Acongójese el Pelida, y dentro del velludo pecho su corazón discurrió dos cosas: o, desnudando la aguda espada que llevaba junto al muslo, abrirse paso y matar al Atrida, o calmar su cólera y reprimir su furor. Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón y sacaba de la vaina la gran espada, vino Atenea del cielo: envióla Hera, la diosa de los níveos brazos, que amaba cordialmente a entrambos y por ellos se preocupaba. Púsose detrás del Pelida y le tiró de la blonda cabellera, apareciéndose a él tan sólo; de los demás, ninguno la veía. Aquileo, sorprendido, volvióse y al instante conoció a Palas Atenea, cuyos ojos centelleaban de un modo terrible. Y hablando con ella, pronunció estas aladas palabras:
—¿Por qué, hija de Zeus, que lleva la égida, has venido nuevamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Agamemnón hijo de Atreo? Pues te diré lo que me figuro que va a ocurrir: Por su insolencia perderá pronto la vida.
Díjole Atenea, la diosa
de los brillantes ojos:
— Vengo del cielo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me envía Hera, la
diosa de los níveos brazos, que os ama cordialmente a entrambos y por vosotros
se preocupa. Ea, cesa de disputar, no desenvaines la espada e injúriale de
palabra como te parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: Por este ultraje se te
ofrecerán un día triples y espléndidos presentes. Domínate y obedécenos...
v. 223 ss.
El hijo de Peleo, no
amainando en su ira, denostó nuevamente al Atrida con injuriosas voces:
— ¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo! Jamás te atreviste a
tomar las armas con la gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada
con los más valientes aqueos; ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda,
mucho mejor arrebatar los dones, en el vasto campamento de los aqueos, a quien
te contradiga. Rey devorador de tu pueblo, porque mandas a hombres abyectos...;
en otro caso, Atrida, éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy a decirte y
sobre ella prestaré un gran juramento: Sí, por este cetro, que ya no producirá
hojas ni ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá, porque el
bronce lo despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos
que administran justicia y guardan las leyes de Zeus (grande será para ti este
juramento). Algún día los aquivos todos echarán de menos a Aquileo, y tú, aunque
te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban y perezcan a manos de Héctor,
matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber
honrado al mejor de los aqueos.
Así se expresó el Pelida; y tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de
oro, tomó asiento. El Atrida, en el opuesto lado, iba enfureciéndose.
Agamenón conduce a Briseida,
escoltados por Hermes
Homero, Ilíada
1, 320 ss.
(Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Agamemnón no olvidó la
amenaza que en la contienda hiciera a Aquileo, y dijo a Taltibio y Euríbates,
sus heraldos y diligentes servidores:
—Id a la tienda del Pelida Aquileo, y asiendo de la mano a Briseida, la de
hermosas mejillas traedla acá; y si no os la diere, iré yo con otros a
quitársela y todavía le será más duro.
Hablándoles de tal suerte y con altaneras voces, los despidió.Contra su voluntad
fuéronse los heraldos por la orilla del estéril mar, llegaron a las tiendas y
naves de los mirmidones, y hallaron al rey cerca de su tienda y de su negra
nave. Aquileo, al verlos, no se alegró. Ellos se turbaron, y haciendo una
reverencia, paráronse sin decir ni preguntar nada. Pero el héroe lo comprendió
todo y dijo:
—¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acercaos; pues para mí
no sois vosotros los culpables, sino Agamemnón, que os envía por la joven
Briseida. ¡Ea, Patroclo, de jovial linaje! Saca la moza y entrégala para que se
la lleven. Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mortales
hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás necesidad de mí
para librarse de funestas calamidades; porque él tiene el corazón poseído de
furor y no sabe pensar a la vez en lo futuro y en lo pasado, a fin de que los
aqueos se salven combatiendo junto a las naves.
Briseida es llevada contra su voluntad
De tal modo habló. Patroclo, obedeciendo a su amigo, sacó de la tienda a Briseida, la de hermosas mejillas, y la entregó para que se la llevaran. Partieron los heraldos hacia las naves aqueas, y la mujer iba con ellos de mala gana.
Ulises devuelve Criseida a su padre, Cl. Lorrain, 1648. Museo del Louvre
Aquileo rompió en llanto, alejóse de los compañeros, y sentándose a orillas del espumoso mar con los ojos
clavados en el ponto inmenso y las manos extendidas, dirigió a su madre muchos
ruegos:
— ¡Madre! Ya que me pariste de corta vida, el olímpico Zeus altitonante debía
honrarme y no lo hace en modo alguno. El poderoso Agamemnón Atrida me ha
ultrajado, pues tiene mi recompensa, que él mismo me arrebató.
Así dijo llorando. Oyóle la veneranda madre desde el fondo del mar, donde se hallaba a la vera del padre anciano, e inmediatamente emergió, como niebla, de las espumosas ondas, sentóse al lado de aquél, que lloraba, acaricióle con la mano y le habló de esta manera.
Tetis rodeada de Delfines
—¡Hijo! ¿Por qué lloras?
¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me ocultes lo que
piensas, para que ambos lo sepamos.
Dando profundos
suspiros, contestó Aquileo, el de los pies ligeros:
—Lo sabes. ¿A qué referirte lo que ya conoces? Fuimos a
Tebas, la sagrada ciudad
de Eetión; la saqueamos, y el botín que trajimos se lo distribuyeron
equitativamente los aqueos, separando para el Atrida a Criseida, la de hermosas
mejillas. Luego, Crises, sacerdote del flechador Apolo, queriendo redimir a su
hija, se presentó en las veleras naves aqueas con inmenso rescate y las ínfulas
del flechador Apolo, que pendían del áureo cetro, en la mano; y suplicó a todos
los aqueos, y particularmente a los dos Atridas, caudillos de pueblos. Todos los
aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el
espléndido rescate; mas el Atrida Agamemnón, a quien no plugo el acuerdo, le
mandó enhoramala con amenazador lenguaje. El anciano se fue irritado; y Apolo,
accediendo a sus ruegos, pues le era muy querido, tiró a los argivos funesta
saeta: morían los hombres unos en pos de otros, y las flechas del dios volaban
por todas partes en el vasto campamento de los aqueos. Un sabio adivino nos
explicó el vaticinio del Flechador, y yo fui el primero en aconsejar que se
aplacara al dios. El Atrida encendióse en ira, y levantándose, me dirigió una
amenaza que ya se ha cumplido. A aquélla, los aqueos de ojos vivos la conducen a
Crisa en velera nave con presentes para el dios, y a la hija de Briseo que los
aqueos me dieron, unos heraldos se la han llevado ahora mismo de mi tienda.
Océano y Tetis
Tú,
si puedes, socorre a tu buen hijo; ve al Olimpo y ruega a Zeus, si alguna vez
llevaste consuelo a su corazón con palabras o con obras. Muchas veces
hallándonos en el palacio de mi padre, oí que te gloriabas de haber evitado, tú
sola entre los inmortales, una afrentosa desgracia al Cronión, que amontona las
sombrías nubes, cuando quisieron atarle otros dioses olímpicos, Hera, Poseidón y
Palas Atenea. Tú, oh diosa, acudiste y le libraste de las ataduras, llamando al
espacioso Olimpo al centímano a quien los dioses nombran Briareo y todos los
hombres Egeón, el cual es superior en fuerza a su mismo padre, y se sentó
entonces al lado de Zeus, ufano de su gloria; temiéronle los bienaventurados
dioses y desistieron de su propósito. Recuérdaselo, siéntate junto a él y
abraza sus rodillas: quizá decida favorecer a
los teucros y acorralar a los aqueos, que serán muertos entre las popas, cerca
del mar, para que todos disfruten de su rey y comprenda el poderoso Agamemnón
Atrida la falta que ha cometido no honrando al mejor de los aqueos.
Pintura a partir de Ingres, Jean-Auguste-Dominique "Júpiter y Tetis", 1811
Homero, Ilíada I, 495 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo, y halló al longividente Cronión sentado aparte de los demás dioses en la más alta de las muchas cumbres del monte. Acomodóse junto a él, abrazó sus rodillas con la mano izquierda, tocóle la barba con la diestra y dirigió esta súplica al soberano Jove Cronión:
—¡Padre Zeus! Si alguna vez te fui útil entre los inmortales con palabras u obras, cúmpleme este voto: Honra a mi hijo, el héroe de más breve vida, pues el rey de hombres Agamemnón le ha ultrajado, arrebatándole la recompensa que todavía retiene. Véngale tú, próvido Zeus Olímpico, concediendo la victoria a los teucros hasta que los aqueos den satisfacción a mi hijo y le colmen de honores.
De tal suerte habló Zeus, que amontona las nubes, nada contestó, guardando silencio un buen rato. Pero Tetis, que seguía como cuando abrazó sus rodillas, le suplicó de nuevo:
—Prométemelo claramente asintiendo, o niégamelo —pues en ti no cabe el temor— para que sepa cuán despreciada soy entre todas las deidades.
Zeus, que amontona las nubes,
respondió afligidísimo:
— ¡Funestas acciones! Pues harás que me malquiste con Hera cuando me zahiera con
injuriosas palabras. Sin motivo me riñe siempre ante los inmortales dioses,
porque dice que en las batallas favorezco a los teucros. Pero ahora vete, no sea
que Hera advierta algo; yo me cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas, te
haré con la cabeza la señal de asentimiento para que tengas confianza. Este es
el signo más seguro, irrevocable y veraz para los inmortales; y no deja de
efectuarse aquello a que asiento con la cabeza.
Dijo el Cronión, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo estremecióse el dilatado Olimpo.
Juno por Rembrandt, 1664-65
Después
de deliberar así, se separaron; ella saltó al profundo mar desde el
resplandeciente Olimpo, y Zeus volvió a su palacio. Los dioses se levantaron al
ver a su padre, y ninguno aguardó a que llegase, sino que todos salieron a su
encuentro. Sentóse Zeus en el trono; y Hera, que, por haberlo visto no ignoraba
que Tetis, la de argentados pies, hija del anciano del mar con él departiera,
dirigió en seguida injuriosas palabras a Jove Cronión:
—¿Cuál de las deidades, oh doloso, ha conversado contigo? Siempre te es grato,
cuando estás lejos de mi, pensar y resolver algo clandestinamente, y jamás te
has dignado decirme una sola palabra de lo que acuerdas.
Respondió el padre de los hombres y de los dioses:
— ¡Hera! No esperes conocer todas mis decisiones, pues te resultará difícil aun
siendo mi esposa. Lo que pueda decirse, ningún dios ni hombre lo sabrá antes que
tú; pero lo que quiera resolver sin contar con los dioses no lo preguntes ni
procures averiguarlo.
Replicó Hera veneranda, la de los grandes ojos:
— ¡Terribilísimo Cronión, qué palabras proferiste! No será mucho lo que te haya
preguntado o querido averiguar, puesto que muy tranquilo meditas cuanto te
place. Mas ahora mucho recela mi corazón que te haya seducido Tetis, la de los
argentados pies, hija del anciano del mar. Al amanecer el día sentóse cerca de
ti y abrazó tus rodillas; y pienso que le habrás prometido, asintiendo, honrar a
Aquileo y causar gran matanza junto a las naves aqueas.
Contestó Zeus, que amontona las nubes:
— ¡Ah desdichada! Siempre sospechas y de ti no me oculto. Nada, empero, podrás
conseguir sino alejarte de mi corazón; lo cual todavía te será más duro. Si es
cierto lo que sospechas, así debe de serme grato. Pero, siéntate en silencio;
obedece mis palabras. No sea que no te valgan cuantos dioses hay en el Olimpo,
si acercándome te pongo encima las invictas manos.
Paris con su arma favorita, el arco
Homero, Ilíada
III, 340 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Cuando hubieron acabado de armarse separadamente de la muchedumbre, aparecieron en el lugar que mediaba entre ambos ejércitos, mirándose de un modo terrible; y así los troyanos, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas, se quedaron atónitos al contemplarlos. Encontráronse aquéllos en el medido campo, y se detuvieron blandiendo las lanzas y mostrando el odio que recíprocamente se tenían. Alejandro arrojó el primero la luenga lanza y dio un bote en el escudo liso del Atrida, sin que el bronce lo rompiera: la punta se torció al chocar con el fuerte escudo.
Y Menelao Atrida
disponiéndose a acometer con la suya oró al padre Zeus:
—¡Zeus soberano! Permíteme castigar al divino Alejandro que me ofendió primero,
y hazle sucumbir a mis manos, para que los hombres venideros teman ultrajar a
quien los hospedare y les ofreciere su amistad.
Menelao y Paris, asistidos
probablemente por Atenea y Afrodita respectivamente
Dijo, y blandiendo la luenga lanza, acertó a dar en el escudo liso del Priámida.
La ingente lanza atravesó el terso escudo, se clavó en la labrada coraza y rasgó
la túnica sobre el ijar. Inclinóse el troyano y evitó la negra muerte. El Atrida
desenvainó entonces la espada guarnecida de argénteos clavos; pero al herir al
enemigo en la cimera del casco, se le cae de la mano, rota en tres o cuatro
pedazos. Suspira el héroe, y alzando los ojos al anchuroso cielo, exclama:
—¡Padre Zeus, no hay dios más funesto que tú! Esperaba castigar la perfidia de
Alejandro, y la espada se quiebra en mis manos, la lanza resulta inútil y no
consigo vencerle.
Dice, y arremetiendo a Paris, cógele por el casco adornado con espesas crines de caballo y le arrastra hacia los aqueos de hermosas grebas, medio ahogado por la bordada correa que, atada por debajo de la barba para asegurar el casco, le apretaba el delicado cuello. Y se lo hubiera llevado, consiguiendo inmensa gloria, si al punto no lo hubiese advertido Afrodita, hija de Zeus, que rompió la correa, hecha del cuero de un buey degollado: el casco vacío siguió a la robusta mano, el héroe lo volteó y arrojó a los aqueos, de hermosas grebas, y sus fieles compañeros lo recogieron. De nuevo asaltó Menelao a Paris para matarle con la broncínea lanza; pero Afrodita arrebató a su hijo con gran facilidad, por ser diosa, y llevóle, envuelto en densa niebla, al oloroso y perfumado tálamo.
Helena y Paris por Westall
Luego fue a llamar a Helena, hallándola en la alta torre con muchas troyanas; tiró suavemente de su perfumado velo, y tomando la figura de una anciana cardadora que allá en Lacedemonia le preparaba a Helena hermosas lanas y era muy querida de ésta, dijo la diosa Afrodita:
—Ven. Te llama Alejandro para que vuelvas a tu casa. Hállase, esplendente por su
belleza y sus vestidos, en el torneado lecho de la cámara nupcial. No dirías que
viene de combatir, sino que va al baile o que reposa de reciente danza.
En tales términos habló. Helena sintió
que en el pecho le palpitaba el corazón; pero al ver el hermosísimo cuello, los
lindos pechos y los refulgentes ojos de la diosa, se asombró y dijo:
—¡Cruel! ¿Por qué quieres engañarme? ¿Me llevarás acaso más allá, a cualquier
populosa ciudad de la Frigia o de la
Meonia amena donde algún
hombre dotado de palabra te sea querido? ¿Vienes con engaños porque Menelao ha
vencido a Alejandro, y quiere que yo, la diosa, vuelva a su casa? Ve, siéntate
al lado de Paris, deja el camino de las diosas, no te conduzcan tus pies al
Olimpo; y llora, y vela por él, hasta que te haga su esposa o su esclava. No iré
allá, ¡vergonzoso fuera!, a compartir su lecho; todas las troyanas me lo
vituperarían, y ya son muchos los pesares que conturban mi corazón.
La diosa Afrodita le respondió colérica:
— ¡No me irrites, desgraciada! No sea que, enojándome, te abandone; te aborrezca
de modo tan extraordinario como hasta aquí te amé; ponga funestos odios entre
troyanos y dánaos, y tú perezcas de mala muerte.
Así habló. Helena, hija de Zeus, tuvo miedo; y echándose el blanco y espléndido
velo, salió en silencio tras de la diosa, sin que ninguna de las troyanas lo
advirtiera.
Helena y Paris por
David
Tan pronto como
llegaron al magnífico palacio de Alejandro, las esclavas volvieron a sus labores
y la divina entre las mujeres se fue derecha a la cámara nupcial de elevado
techo. La risueña Afrodita colocó una silla delante de Alejandro; sentóse
Helena, hija de Zeus, que llevaba la égida, y apartando la vista de su esposo,
le increpó con estas palabras:
—¡Vienes de la lucha... Y hubieras debido perecer a manos del esforzado varón
que fue mi anterior marido! Blasonabas de ser superior a Menelao, caro a Ares en
fuerza, en puños y en el manejo de la lanza; pues provócale de nuevo a singular
combate. Pero no: te aconsejo que desistas, y no quieras pelear ni contender
temerariamente con el rubio Menelao; no sea que en seguida sucumbas, herido por
su lanza.
Contestó Paris:
—Mujer, no me zahieras con amargos reproches. Hoy ha vencido Menelao con el
auxilio de Atenea; otro día le venceré yo, pues también tenemos dioses que nos
protegen. Mas ea, acostémonos y volvamos a ser amigos. Jamás la pasión se
apoderó de mi espíritu como ahora; ni cuando después de robarte, partimos de la
amena Lacedemonia en las naves que atraviesan el ponto y llegamos a la isla de
Cránae, donde me unió
contigo amoroso consorcio: con tal ansia te amo en este momento y tan dulce es
el deseo que de mi se apodera.
Dijo, y se encaminó al tálamo; la esposa le siguió, y ambos se acostaron en el
torneado lecho.
El Atrida se revolvía entre la muchedumbre, como una fiera, buscando al deiforme
Alejandro.
Pero ningún troyano ni aliado ilustre pudo mostrárselo a Menelao, caro a Ares,
que no por amistad le hubiesen ocultado, pues a todos se les había hecho tan
odioso como la negra muerte.
Homero, Ilíada
IV, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Sentados en el
áureo pavimento a la vera de Zeus, los dioses celebraban consejo. La venerable
Hebe escanciaba néctar, y ellos recibían sucesivamente la copa de oro y
contemplaban la ciudad de Troya. Pronto el Cronión intentó zaherir a Hera con
mordaces palabras; y hablando fingidamente, dijo:
—Dos son las diosas que protegen a Menelao, Hera
argiva y Atenea
alalcomenia; pero
sentadas a distancia, se contentan con mirarle; mientras que la risueña Afrodita
acompaña constantemente al otro y le libra de las Moiras, y ahora le ha salvado
cuando él mismo creía perecer. Pero como la victoria quedó por Menelao, caro a
Ares, deliberemos sobre sus futuras consecuencias; si conviene promover
nuevamente el funesto combate y la terrible pelea, o reconciliar a entrambos. Si
a todos pluguiera y agradara, la ciudad del rey Príamo continuaría poblada y
Menelao se llevaría la argiva Helena.
Así se expresó. Atenea y Hera, que tenían los asientos contiguos y pensaban en
causar daño a los teucros, se mordieron los labios. Atenea, aunque airada contra
su padre y poseída de feroz cólera, guardó silencio y nada dijo; pero a Hera no
le cupo la ira en el pecho y exclamó:
—¡Crudelísimo Cronión! ¡Qué palabras proferiste! ¿Quieres que sea vano e
ineficaz mi trabajo y el sudor que me costó? Mis corceles se fatigaron, cuando
reunía el ejército contra Príamo y sus hijos. Haz lo que dices, pero no todos
los dioses te lo aprobaremos.
La Troya de Homero
Respondióle
muy indignado Zeus, que amontona las nubes:
— ¡Desdichada! ¿Qué graves ofensas te infieren Príamo y sus hijos para que
continuamente anheles destruir la bien edificada ciudad de
Ilión? Si trasponiendo
las puertas de los altos muros, te comieras crudo a Príamo, y a sus hijos y a
los demás troyanos, quizá tu cólera se apaciguara. Haz lo que te plazca; no sea
que de esta disputa se origine una gran riña entre nosotros. Otra cosa voy a
decirte que fijarás en la memoria: cuando yo tenga vehemente deseo de destruir
alguna ciudad donde vivan amigos tuyos, no retardes mi cólera y déjame obrar: ya
que ésta te la cedo espontáneamente, aunque contra los impulsos de mi alma. De
las ciudades que los hombres terrestres habitan debajo del sol y del cielo
estrellado, la sagrada Troya era la preferida de mi corazón, con Príamo y su
pueblo armado con lanzas de fresno. Mi altar jamás careció en ella de libaciones
y víctimas, que tales son los honores que se nos deben.
Vista de Micenas
Contestó Hera veneranda,
la de los grandes ojos:
—Tres son las ciudades que más quiero: Argos, Esparta y Micenas, la de anchas
calles; destrúyelas cuando las aborrezca tu corazón, y no las defenderé, ni me
opondré siquiera. Y si me opusiere y no te permitiere destruirlas, nada
conseguiría, porque tu poder es muy superior. Pero es preciso que mi trabajo no
resulte inútil. También yo soy una deidad, nuestro linaje es el mismo y el
artero Cronos engendróme la más venerable, por mi abolengo y por llevar el
nombre de esposa tuya de ti, que reinas sobre los inmortales todos. Transijamos,
yo contigo y tú conmigo, y los demás dioses nos seguirán. Manda presto a Atenea
que vaya al campo de la terrible batalla de los teucros y los
aqueos; y procure que los
teucros empiecen a ofender, contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.
Lucha. Fresco de Pilos
Tal dijo. No
desobedeció el padre de los hombres y de los dioses; y dirigiéndose a Atenea,
profirió estas aladas palabras:
—Ve pronto al campo de los teucros y de los aqueos, y procura que los teucros
empiecen a ofender contra lo jurado, a los envanecidos aqueos.
Con tales voces instigóle a hacer lo que ella misma deseaba; y Atenea bajó en
raudo vuelo de las cumbres del Olimpo. Cual fúlgida estrella que, enviada como
señal por el hijo del artero Cronos a los navegantes o a los individuos de un
gran ejército, despide numerosas chispas; de igual modo Palas Atenea se lanzó a
la tierra y cayó en medio del campo. Asombráronse cuantos la vieron, así los
teucros, domadores de caballos, como los aqueos, de hermosas grebas.
1. Lucha con Eneas
Escena de lucha con carros procedente de una estela micénica
Homero, Ilíada
V, 240 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
...Esténelo,
hijo de Capaneo, .. dijo a Diomedes estas aladas palabras:
—¡Diomedes Tidida, carísimo a mi corazón! Veo que dos robustos varones, cuya
fuerza es grandísima, desean combatir contigo: el uno Pándaro, es hábil arquero
y se jacta de ser hijo de Licaón; el otro, Eneas, se gloria de haber sido
engendrado por el magnánimo Anquises y tener por madre a Afrodita. Ea, subamos
al carro, retirémonos, y cesa de revolverte furioso entre los combatientes
delanteros, para que no pierdas la dulce vida.
Mirándole con torva faz, le respondió el fuerte Diomedes:
— No me hables de huir, pues no creo que me persuadas. Sería impropio de mí
batirme en retirada o amedrentarme. Mis fuerzas aún siguen sin menoscabo.
Desdeño subir al carro, y tal como estoy iré a encontrarlos pues
Palas Atenea no me
deja temblar. Sus ágiles corceles no los
llevarán lejos de aquí, si es que alguno de aquellos puede escapar. Otra cosa
voy a decir, que tendrás muy presente: Si la sabia
Atenea me concede la gloria de matar a entrambos, sujeta estos veloces
caballos, amarrando las bridas al barandal, y apodérate de los corceles de Eneas
para sacarlos de los teucros y traerlos a los aqueos de hermosas grebas; pues
pertenecen a la raza de aquellos que el longividente Zeus dio a Tros en pago de
su hijo Ganimedes, y son, por tanto, los mejores de cuantos viven debajo del sol
y de la aurora. Anquises, rey de hombres, logró adquirir, a hurto, caballos de
esta raza ayuntando yeguas con aquellos sin que Laomedonte lo advirtiera;
naciéronle seis en el palacio, crió cuatro en su pesebre y dio esos dos a Eneas,
que pone en fuga a sus enemigos. Si los cogiéramos, alcanzaríamos gloria no
pequeña.
Atenea asiste a Diomedes en su lucha con Eneas
Así éstos conversaban.
Pronto Eneas y Pándaro, picando a los ágiles corceles, se les acercaron. Y el
preclaro hijo de Licaón exclamó el primero:
—¡Corazón fuerte! hombre belicoso, hijo del ilustre Tideo! Ya que la veloz y
dañosa flecha no te hizo sucumbir, voy a probar si te hiero con la lanza.
Dijo, y blandiendo la ingente arma, dio un bote en el escudo del Tidida: la
broncínea punta atravesó la rodela y llegó muy cerca de la coraza. El preclaro
hijo de Licaón, gritó en seguida:
—Atravesado tienes el ijar y no creo que resistas largo tiempo. Inmensa es la
gloria que acabas de darme.
Sin turbarse, le replicó el fuerte Diomedes:
— Erraste el golpe, no has acertado: y creo que no dejaréis de combatir, hasta
que uno de vosotros caiga y sacie de sangre a Ares, el infatigable luchador.
Dijo, y le arrojó la lanza, que, dirigida por Atenea a la nariz junto al ojo,
atravesó los blancos dientes; el duro bronce cortó la punta de la lengua y
apareció por debajo de la barba. Pándaro cayó del carro, sus lucientes y
labradas armas resonaron, espantáronse los corceles de ágiles pies, y allí
acabaron la vida y el valor del guerrero.
Diomedes está a
punto de derribar a Eneas que es sostenido por Afrodita
Saltó Eneas del carro
con el escudo y la larga pica; y temiendo que los aqueos le quitaran el cadáver,
defendíalo como un león que confía en su bravura: púsose delante del muerto,
enhiesta la lanza y embrazado el liso escudo y profiriendo horribles gritos se
disponía a matar a quien se le opusiera. Mas el Tidida, cogiendo una gran piedra
que dos de los actuales hombres no podrían llevar y que él manejaba fácilmente,
hirió a Eneas en la articulación del isquión con el fémur que se llama cótyla;
la áspera piedra rompió la cótyla, desgarró ambos tendones y arrancó la piel. El
héroe cayó de rodillas, apoyó la robusta mano en el suelo y la noche oscura
cubrió sus ojos.
Y allí pereciera el rey de hombres
Eneas, si no lo hubiese advertido su madre Afrodita, hija de Zeus, que lo había
concebido de Anquises, pastor de bueyes. La diosa tendió sus níveos brazos al
hijo amado y le cubrió con su doblez del refulgente manto, para defenderle de
los tiros; no fuera que alguno de los dánaos, de ágiles corceles, clavándole el
bronce en el pecho le quitara la vida.
Escena de lucha con carros procedente de una estela
micénica
Mientras
Afrodita sacaba a Eneas de la liza, el hijo de Capaneo no echó en olvido las
órdenes que le diera Diomedes, valiente en el combate: sujetó allí,
separadamente de la refriega, sus solípedos caballos, amarrando las bridas al
barandal; y apoderándose de los corceles, de lindas crines, de Eneas, hízolos
pasar de los teucros a los aqueos de hermosas grebas y entrególos a Deipilo, el
compañero a quien más honraba a causa de su prudencia, para que los llevara a
las cóncavas naves. Acto continuo subió al carro, asió las lustrosas riendas y
guió solícito hacia Diomedes los caballos de duros cascos. El héroe perseguía
con el cruel bronce a Ciprina, conociendo que era una deidad débil, no de
aquellas que imperan en el combate de los hombres, como Atenea o Enio, asoladora
de ciudades. Tan pronto como llegó a alcanzarla por entre la multitud, el hijo
del magnánimo Tideo, calando la afilada pica, rasguñó la tierna mano de la
diosa; la punta atravesó el peplo divino, obra de las mismas Cárites, y rompió
la piel de la palma. Brotó la sangre divina, o por mejor decir, el icor; que tal
es lo que tienen los bienaventurados dioses, pues no comen pan ni beben vino
negro, y por esto carecen de sangre y son llamados inmortales. La diosa, dando
una gran voz, apartó al hijo, que Febo Apolo recibió en sus brazos y envolvió en
espesa nube; no fuera que alguno de los dánaos, de ágiles corceles, clavándole
el bronce en el pecho, le quitara la vida. Y Diomedes valiente en el combate,
dijo a voz en cuello:
Afrodita herida
por Diomedes es asistida por Iris y Ares, Ingress.
—¡Hija de
Zeus, retírate del combate y la pelea! ¿No te basta engañar a las débiles
mujeres? Creo que si intervienes en la batalla te dará horror la guerra, aunque
te encuentres a gran distancia de donde la haya.
Así se expresó. La
diosa retrocedió turbada y afligida; Iris,
de pies veloces como el viento, asiéndola por la mano, la sacó del tumulto
cuando ya el dolor la abrumaba y el hermoso cutis se ennegrecía; y como aquélla
encontrara al furibundo
Ares sentado a la izquierda de la batalla, con
la lanza y los veloces caballos envueltos en una nube, se hincó de rodillas y
pidióle con instancia los corceles de áureas bridas:
—¡Querido hermano! Compadécete de mi y dame los bridones para que pueda
volver al Olimpo a la mansión de los
inmortales. Me duele mucho la herida que me infirió un hombre, el Tidida, quien
sería capaz de pelear con el padre Zeus.
2. Enfrentamiento con Glauco.
Armadura procedente de Dendra
Homero, Ilíada
VI, 212 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Así dijo [Glauco].
Alegróse Diomedes, valiente en el combate; y
clavando la pica en el almo suelo, respondió con cariñosas palabras al pastor de
los hombres:
—Pues eres mi antiguo huésped paterno, porque el divino Eneo hospedó en su
palacio al eximio Belerofonte, le tuvo consigo veinte días y ambos se
obsequiaron con magníficos presentes de hospitalidad. Eneo dio un vistoso tahalí
teñido de púrpura, y Belerofonte una copa doble de oro, que en mi casa quedó
cuando me vine. A Tideo no lo recuerdo; dejóme muy niño al salir para Tebas
donde pereció el ejército aqueo. Soy por consiguiente, tu caro huésped en el
centro de Argos, y tu lo serás mío en la Licia cuando vaya a tu pueblo. En
adelante no nos acometamos con la lanza por entre la turba. Muchos troyanos y
aliados ilustres me restan para matar a quienes, por la voluntad de un dios,
alcance en la carrera; y asimismo te quedan muchos aqueos para quitar la vida a
cuantos te sea posible. Y ahora troquemos la armadura, a fin de que sepan todos
que de ser huéspedes paternos nos gloriamos.
Dichas estas palabras, descendieron de los carros y se estrecharon la mano en
prueba de amistad. Entonces Zeus Cronión hizo perder la razón a Glauco, pues
permutó sus armas por las de Diomedes Tidida, las de oro por las de bronce, las
valoradas en cien bueyes por las que en nueve se apreciaban.
Mujeres con peplo. Hidria s. V a.C.
1. Véase más arriba el episodio en que Héctor insta a su madre a ofrecer un peplo a Atenea para congraciarse la ayuda de la diosa.
Homero, Ilíada
VI, 390 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Tal fue su plegaria, pero Palas Atenea no accedió. En tanto ellas invocaban a la hija del gran Zeus, Héctor se encaminó al magnífico palacio...
2. Héctor reprueba a Paris su conducta y le insta a luchar.
Héctor se dirige a Paris y Helena. Tischbein
Homero, Ilíada
VI, 390 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Tal fue su plegaria,
pero Palas Atenea no accedió. En tanto ellas invocaban a la hija del gran Zeus,
Héctor se encaminó al magnífico palacio que para Alejandro labrara él mismo con
los demás hábiles constructores de la fértil Troya; éstos le hicieron una cámara
nupcial, una sala y un patio, en la acrópolis, cerca de los palacios de Príamo y
de Héctor. Allí entró Héctor, caro a Zeus, llevando una lanza de once codos,
cuya broncínea y reluciente punta estaba sujeta por áureo anillo. En la cámara
halló a Alejandro, que acicalaba las magníficas armas, escudo y coraza, y
probaba el corvo arco; y a la argiva Helena, que, sentada entre sus esclavas,
ocupábalas en primorosas labores. Y viendo a aquél, increpóle con injuriosas
palabras:
—¡Desgraciado! No es decoroso que guardes en el corazón ese rencor. Los hombres
perecen combatiendo al pie de los altos muros de la ciudad: el bélico clamor y
la lucha se encendieron por tu causa alrededor de nosotros, y tú mismo
reconvendrías a quien cejara en la pelea horrenda. Ea, levántate. No sea que la
ciudad llegue a ser pasto de las voraces llamas.
Helena y Paris
Respondióle
el deiforme Alejandro:
—¡Héctor! Justos y no excesivos son tus reproches, y por lo mismo voy a
contestarte. Atiende y óyeme. Permanecía aquí, no tanto por estar airado o
resentido con los troyanos, cuanto porque deseaba entregarme al dolor. En este
instante mi esposa me exhortaba con blandas palabras a volver al combate; y
también a mí me parece preferible porque la victoria tiene sus alternativas para
los guerreros. Ea, pues, aguarda y visto las marciales armas; o vete y te sigo y
creo que lograré alcanzarte.
3. La Despedida de Andrómaca.
Despedida del guerrero
Homero, Ilíada
VI, 390 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
...y Héctor, saliendo
presuroso de la casa, desanduvo el camino por las bien trazadas calles. Tan
luego como, después de atravesar la gran ciudad, llegó a las puertas Esceas —por
allí había de salir al campo—, corrió a su encuentro su rica esposa Andrómaca,
hija del magnánimo Eetión, que vivía al pie del
Placo en Tebas de
Hipoplacia y era rey de
los
cilicios. Hija de éste
era pues, la esposa de Héctor, de broncínea armadura, que entonces le salió al
camino. Acompañábale una doncella llevando en brazos al tierno infante, hijo
amado de Héctor, hermoso como una estrella, a quien su padre llamaba Escamandrio
y los demás Astianacte, porque sólo por Héctor se salvaba Ilión. Vio el héroe al
niño y sonrió silenciosamente.
Andrómaca, llorosa, se detuvo a su vera, y asiéndole de la mano, le dijo:
Helena y Paris, Andrómaca y Héctor, jinete
—¡Desgraciado!
Tu valor te perderá. No te apiades del tierno infante ni de mí, infortunada, que
pronto seré viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán contigo.
Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si mueres no
habrá consuelo para mí, sino pesares; que ya no tengo padre ni venerable madre.
A mi padre matóle el divino Aquileo cuando tomó la populosa ciudad de los
cilicios, Tebas, la de altas puertas: dio muerte a Etión, y sin despojarle, por
el religioso temor que le entró en el ánimo, quemó el cadáver con las labradas
armas y le erigió un túmulo, a cuyo alrededor plantaron álamos las ninfas
Oréades, hijas de Zeus, que lleva la égida. Mis siete hermanos, que habitaban en
el palacio, descendieron al Hades el mismo día; pues a todos los mató el divino
Aquileo, el de los pies ligeros, entre los bueyes de tornátiles patas y las
cándidas ovejas. A mi madre, que reinaba al pie del selvoso Placo, trájola aquél
con el botín y la puso en libertad por un inmenso rescate; pero Artemis, que se
complace en tirar flechas, hirióla en el palacio de mi padre. Héctor, ahora tú
eres mi padre, mi venerable madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo. Pues,
ea, sé compasivo, quédate en la torre —¡no hagas a un niño huérfano y a una
mujer viuda!— y pon el ejército junto al cabrahigo, que por allí la ciudad es
accesible y el muro más fácil de escalar. Los más valientes —los dos Ayaces, el
célebre Idomeneo, los Atridas y el fuerte hijo de Tideo con los suyos
respectivos— ya por tres veces se han encaminado a aquel sitio para intentar el
asalto: alguien que conoce los oráculos se lo indicó, o su mismo arrojo los
impele y anima.
Contestó el gran
Héctor, de tremolante casco:
— Todo esto me preocupa, mujer, pero mucho me sonrojaría ante los troyanos y las
troyanas de rozagantes peplos si como un cobarde huyera del combate; y tampoco
mi corazón me incita a ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera
fila, manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo. Bien lo conoce mi
inteligencia y lo presiente mi corazón: día vendrá en que perezcan la sagrada
Ilión, Príamo y su pueblo armado con lanzas de fresno. Pero la futura desgracia
de los troyanos, de la misma Hécabe, del rey Príamo y de muchos de mis valientes
hermanos que caerán en el polvo a manos de los enemigos, no me importa tanto
como la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, se
te lleve llorosa, privándote de libertad, y luego tejas tela en Argos, a las
órdenes de otra mujer, o vayas por agua a la fuente Meseida o
Hiperea, muy contrariada
porque la dura necesidad pesará sobre ti. Y quizás alguien exclame, al verte
deshecha en lágrimas:
"Esta fue la esposa de Héctor, el guerrero que más se señalaba entre los
teucros, domadores de caballos, cuando en torno de llión peleaban."
Así dirán, y sentirás un nuevo pesar al verte sin el hombre que pudiera librarte de la esclavitud. Pero que un montón de tierra cubra mi cadáver antes que oiga tus clamores o presencie tu rapto.
Así diciendo, el esclarecido Héctor tendió los brazos a su hijo, y éste se recostó, gritando, en el seno de la nodriza de bella cintura, por el terror que el aspecto de su padre le causaba: dábanle miedo el bronce y el terrible penacho de crines de caballo, que veía ondear en lo alto del yelmo. Sonriéronse el padre amoroso y la veneranda madre.
Héctor se apresuró a dejar el refulgente casco en el suelo, besó y meció en sus manos al hijo amado y rogó así a Zeus y a los demás dioses:
Héctor sostiene en sus brazos a Astianacte en presencia de
Andrómaca
—¡Zeus y demás dioses!
Concededme que este hijo mío sea como yo, ilustre entre los teucros y muy
esforzado; que reine poderosamente en Ilión; que digan de él cuando vuelva de la
batalla: ¡es mucho más valiente que su padre!; y que, cargado de cruentos
despojos del enemigo a quien haya muerto, regocije de su madre el alma.
Esto dicho, puso el niño en brazos de la esposa amada, que al recibirlo en el perfumado seno sonreía con el rostro todavía bañado en lágrimas. Notólo Héctor y compadecido, acaricióla con la mano y así le hablo:
—¡Esposa querida! No en demasía tu corazón se acongoje, que nadie me enviará al Hades antes de lo dispuesto por el hado; y de su suerte ningún hombre, sea cobarde o valiente, puede librarse una vez nacido. Vuelve a casa, ocúpate en las labores del telar y la rueca, y ordena a las esclavas que se apliquen al trabajo; y de la guerra nos cuidaremos cuantos varones nacimos en Ilión, y yo el primero.
Dichas estas palabras, el preclaro Héctor se puso el yelmo adornado con crines
de caballo, y la esposa amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando
en cuando y vertiendo copiosas lágrimas. Pronto llegó Andrómaca al palacio,
lleno de gente, de Héctor, matador de hombres; halló en él a muchas esclavas, y
a todas las movió a lágrimas. Lloraban en el palacio a Héctor vivo aún, porque
no esperaban que volviera del combate librándose del valor y de las manos de los
aqueos.
Héctor y una mujer, quizás Casandra
Homero, Ilíada
VII, 37 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Contestó [a Atenea] el
soberano Apolo, hijo de Zeus:
— Hagamos que Héctor, de corazón fuerte, domador de caballos, provoque a los
dánaos a pelear con él en terrible y singular combate; e indignados los aqueos,
de hermosas grebas, susciten a alguien que mida sus armas con el divino Héctor.
Así dijo; y Atenea, la diosa de los brillantes ojos, no se opuso. Heleno, hijo
amado de Príamo, comprendió al punto lo que era grato a los dioses que
conversaban, y llegándose a Héctor, le dirigió estas palabras:
—¡Héctor, hijo de Príamo, igual en prudencia a Zeus! ¿Querrás hacer lo que te
diga yo, que soy tu hermano? Manda que suspendan la pelea los teucros y los
aqueos todos, y reta al más valiente de éstos a luchar contigo en terrible
combate, pues aun no ha dispuesto el hado que mueras y llegues al término fatal
de tu vida. He oído que así lo decían los sempiternos dioses.
En tales términos habló. Oyóle Héctor con intenso placer, y corriendo al centro
de ambos ejércitos con la lanza cogida por el medio, detuvo las falanges
troyanas, que al momento se quedaron quietas. Agamemnón contuvo a los aqueos, de
hermosas grebas; y Atenea y Apolo, el del arco de plata, transfigurados en
buitres, se posaron en la alta encina del padre Zeus, que lleva la égida, y se
deleitaban en contemplar a los guerreros cuyas densas filas aparecían erizadas
de escudos, cascos y lanzas. Como el Céfiro, cayendo sobre el mar, encrespa las
olas, y el ponto negrea; de semejante modo sentáronse en la llanura las hileras
de aquivos y teucros. Y Héctor, puesto entre unos y otros, dijo:
—¡Oídme teucros y aqueos, de hermosas grebas, y os diré lo que en el pecho mi
corazón me dicta! El excelso Cronión no ratificó nuestros juramentos, y seguirá
causándonos males a unos y a otros, hasta que toméis la torreada Ilión o
sucumbáis junto a las naves que atraviesan el ponto. Entre vosotros se hallan
los más valientes aqueos; aquel a quien el ánimo incite a combatir conmigo,
adelántese y será campeón con el divino Héctor. Propongo lo siguiente y Zeus sea
testigo: Si aquél, con su bronce de larga punta, consigue quitarme la vida,
despójeme de las armas, lléveselas a las cóncavas naves, y entregue mi cuerpo a
los míos para que los troyanos y sus esposas lo suban a la pira; y si yo le
matare a él, por concederme Apolo tal gloria, me llevaré sus armas a la sagrada
Ilión, las colgaré en el templo del flechador Apolo, y enviaré el cadáver a los
navíos de muchos bancos, para que los aqueos, de larga cabellera, le hagan
exequias y le erijan un túmulo a orillas del espacioso
Helesponto. Y dirá alguno
de los futuros hombres, atravesando el vinoso mar en un bajel de muchos órdenes
de remos:
Esa es la tumba de un varón que peleaba valerosamente y fue muerto en edad
remota por el esclarecido Héctor. Así hablará, y mi gloria será eterna.
Héroes jugando en presencia de Atenea
v. 162 ss.
Levantóse, mucho antes
que los otros, el rey de hombres Agamemnón; luego, el fuerte Diomedes Tidida;
después, ambos Ayaces, revestidos de impetuoso valor; tras ellos Idomeneo y su
escudero Meriones que al homicida Ares igualaba; en seguida Eurípilo, hijo
ilustre de Evemón; y, finalmente, Toante Andremónida y el divino Odiseo: todos
éstos querían pelear con el ilustre Héctor. Y Néstor, caballero gerenio, les
dijo:
—Echad suertes, y aquel a quien le toque alegrará a los aqueos, de hermosas
grebas, y sentirá regocijo en el corazón si logra escapar del fiero combate, de
la terrible lucha.
Tal fue lo que propuso. Los nueve señalaron sus respectivas tarjas, y
seguidamente las metieron en el casco de Agamemnón Atrida. Los guerreros oraban
y alzaban las manos a los dioses. Y algunos exclamaron, mirando al anchuroso
cielo:
—¡Padre Zeus! Haz que le caiga la suerte a Ayante, al hijo de Tideo, o al mismo
rey de Micenas rica en oro.
Así decían. Néstor, caballero gerenio, meneaba el casco, hasta que por fin saltó
la tarja que ellos querían, la de Ayante. Un heraldo llevóla por el concurso y,
empezando por la derecha, la enseñaba a los próceres aqueos, quienes, al no
reconocerla, negaban que fuese la suya; pero cuando llegó al que la había
marcado y echado en el casco, al ilustre Ayante, éste tendió la mano, y aquél se
detuvo y le entregó la contraseña. El héroe la reconoció, con gran júbilo de su
corazón, y tirándola al suelo, a sus pies exclamó:
—¡Oh amigos! Mi tarja es, y me alegro en el alma porque espero vencer al divino
Héctor. ¡Ea! Mientras visto la bélica armadura, orad al soberano Jove Cronión
mentalmente, para que no lo oigan los teucros; o en alta voz, pues a nadie
tememos. No habrá quien, valiéndose de la fuerza o de la astucia, me ponga en
fuga contra mi voluntad; porque no creo que naciera y me criara en Salamina,
tan
inhábil para la lucha.
Fresco cretense con gran escudo
v. 214 ss.
...Ayante se le acercó
con su escudo como una torre, broncíneo, de siete pieles de buey, que en otro
tiempo le hiciera Tiquio, el cual habitaba en
Hila y era el mejor de
los curtidores. Este formó el versátil escudo con siete pieles de corpulentos
bueyes y puso encima como octava capa, una lámina de bronce. Ayante Telamonio
paróse, con la rodela al pecho, muy cerca de Héctor; y amenazándole, dijo:
—¡Héctor! Ahora sabrás claramente, de solo a solo, cuáles adalides pueden
presentar los dánaos, aun prescindiendo de Aquileo, que destruye los escuadrones
y tiene el ánimo de un león. Mas el héroe, enojado con Agamemnón, pastor de
hombres, permanece en las corvas naves, que atraviesan el ponto, y somos muchos
los capaces de pelear contigo. Pero empiece ya la lucha y el combate.
Dos guerreros, uno
de ellos con un
gran escudo
Respondióle el gran Héctor, de tremolante casco:
—¡Ayante Telamonio, de jovial linaje, príncipe de hombres! No me tientes cual si
fuera un débil niño o una mujer que no conoce las cosas de la guerra. Versado
estoy en los combates y en las matanzas de hombres; sé mover a diestro y
siniestro la seca piel de buey que llevo para luchar denodadamente, sé lanzarme
a la pelea cuando en prestos carros se batalla, y sé deleitar a Ares en el cruel
estadio de la guerra. Pero a ti, siendo cual eres, no quiero herirte con
alevosía, sino cara a cara, si conseguirlo puedo.
Dijo y blandiendo la enorme lanza, arrojóla y atravesó el bronce que cubría como
octava capa el gran escudo de Ayante, formado por siete boyunos cueros: la
indomable punta horadó seis de éstos y en el séptimo quedó detenida. Ayante,
descendiente de Zeus, tiró a su vez un bote en el escudo liso del Priámida, y el
asta, pasando por la tersa rodela, se hundió en la labrada coraza y rasgó la
túnica sobre el ijar; inclinóse el héroe, y evitó la negra muerte. Y arrancando
ambos las luengas lanzas de los escudos, acometiéronse como carniceros leones o
puercos monteses, cuya fuerza es inmensa. El Priámida hirió con la lanza el
centro del escudo de Ayante y el bronce no pudo romperlo porque la punta se
torció. Ayante, arremetiendo, clavó la suya en la rodela de aquél, e hizo
vacilar al héroe cuando se disponía para el ataque; la punta abrióse camino
hasta el cuello de Héctor, y en seguida brotó la negra sangre.
Atenea protege a Ayante, armado con su escudo, Héctor es sostenido por Apolo
Mas no por eso cesó de combatir Héctor, de tremolante casco, sino que, volviéndose, cogió con su robusta mano un pedrejón negro y erizado de puntas que había en el campo; lo tiró, acertó a dar en el bollón central del gran escudo de Ayante, de siete boyunas pieles, e hizo resonar el bronce de la rodela. Ayante entonces, tomando una piedra mucho mayor, la despidió haciéndola voltear con una fuerza inmensa. La piedra torció el borde inferior del hectóreo escudo, cual pudiera hacerlo una muela de molino, y chocando con las rodillas de Héctor le tumbó de espaldas, asido a la rodela; pero Apolo en seguida le puso en pie.
Y ya se hubieran
atacado de cerca con las espadas, si no hubiesen acudido dos heraldos,
mensajeros de Zeus y de los hombres, que llegaron, respectivamente, del campo de
los teucros y del de los aqueos, de broncíneas corazas: Taltibio e Ideo,
prudentes ambos. Estos interpusieron sus cetros entre los campeones, e Ideo,
hábil en dar sabios consejos, pronunció estas palabras:
—¡Hijos queridos! No peleéis ni combatáis más; a entrambos os ama Zeus, que
amontona las nubes, y ambos sois belicosos. Esto lo sabemos todos. Pero la noche
comienza ya, y será bueno obedecerla.
Néstor recibe de Aquiles la palma de la sabiduría, J. D. Court (1796-1865)
Homero, Ilíada
IX, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Así los teucros
guardaban el campo. De los
aqueos habíase
enseñoreado la ingente Fuga, compañera del glacial Terror, y los más valientes
estaban agobiados por insufrible pesar. Como conmueven el ponto, en peces
abundante, los vientos Bóreas y Céfiro, soplando de improviso desde la
Tracia, y las negruzcas
olas se levantan y arrojan a la orilla muchas algas; de igual modo les palpitaba
a los aquivos el corazón en el pecho.
El Atrida, en gran dolor sumido El corazón, iba de un lado para otro y mandaba a
los heraldos de voz sonora que convocaran a junta, nominalmente y en voz baja, a
todos los capitanes, y también el los iba llamando y trabajaba como los más
diligentes. Los guerreros acudieron afligidos.
v. 94 ss.
Néstor, cuya opinión era considerada siempre como la mejor, empezó a aconsejarles y arengándoles con benevolencia, les dijo:
—¡Gloriosísimo Atrida! ¡Rey de hombres Agamemnón! Por ti empezaré y en ti acabaré; ya que reinas sobre muchos hombres y Zeus te ha dado cetro y leyes para que mires por los súbditos. Por esto debes exponer tu opinión y oír la de los demás y aun llevarla a cumplimiento cuando cualquiera, siguiendo los impulsos de su ánimo, proponga algo bueno; que es atribución tuya ejecutar lo que se acuerde. Te diré lo que considero más conveniente y nadie concebirá una idea mejor que la que tuve y sigo teniendo, oh vástago de Zeus, desde que, contra mi parecer, te llevaste la joven Briseida de la tienda del enojado Aquileo. Gran empeño puse en disuadirte, pero venció tu ánimo fogoso y menospreciaste a un fortísimo varón honrado por los dioses, arrebatándole la recompensa que todavía retienes. Veamos ahora si podríamos aplacarle con agradables presentes y dulces palabras.
v. 162 ss.
Contestó Néstor,
caballero gerenio:
— ¡Gloriosísimo Atrida! ¡Rey de hombres Agamemnón! No son despreciables los
regalos que ofreces al rey Aquileo. Ea, elijamos esclarecidos varones que vayan
a la tienda del Pelida. Y si quieres, yo mismo los designaré y ellos obedezcan:
Fénix, caro a Zeus, que será el jefe, el gran Ayante y el divino Odiseo,
acompañados de los heraldos Odio y Euríbates. Dadnos agua a las manos e imponed
silencio, para rogar al Cronión Jove que se apiade de nosotros...
Embajada ante Aquiles. Ingress
Fuéronse
éstos por la orilla del estruendoso mar y dirigían muchos ruegos a Poseidón, que
ciñe la tierra, para que les resultara fácil llevar la persuasión al altivo
espíritu del Eácida. Cuando hubieron llegado a las tiendas y naves de los
mirmidones, hallaron al héroe deleitándose con una hermosa lira labrada, de
argénteo puente, que cogiera de entre los despojos, cuando destruyó la ciudad de
Eetión; con ella recreaba su ánimo, cantando hazañas de los hombres. Enfrente,
Patroclo solo y callado, esperaba que el Eácida acabase de cantar. Entraron
aquellos, precedidos por Odiseo, y se detuvieron delante del héroe; Aquileo,
atónito, se alzó del asiento sin dejar la lira, y Patroclo al verlos se levantó
también. Aquileo, el de los pies ligeros, tendióles la mano y dijo:
—¡Salud, amigos que llegáis! Grande debe de ser la necesidad cuando venís
vosotros, que sois para mí, aunque esté irritado, los más queridos de los aqueos
todos.
En diciendo esto, el divino Aquileo les hizo sentar en sillas provistas de
purpúreos tapetes, y habló a Patroclo, que estaba cerca de él:
—¡Hijo de Menetio! Saca la cratera mayor, llénala del vino más añejo y
distribuye copas; pues están bajo mi techo los hombres que me son más caros.
Así dijo, y Patroclo obedeció al compañero amado. En un tajón que acercó a la
lumbre, puso los lomos de una oveja y de una pingüe cabra y la grasa espalda de
un suculento jabalí. Automedonte sujetaba la carne; Aquileo, después de cortarla
y dividirla, la clavaba en asadores; y el hijo de Menetio, varón igual a un
dios, encendía un gran fuego; y luego, quemada la leña y muerta la llama,
extendió las brasas, colocó encima los asadores asegurándolos con piedras y
sazonó la carne con la divina sal. Cuando aquella estuvo asada y servida en la
mesa, Patroclo repartió pan en hermosas canastillas, y Aquileo distribuyó la
carne, sentóse frente al divino Odiseo, de espaldas a la pared, y ordenó a su
amigo que hiciera la ofrenda a los dioses. Patroclo echó las Primicias al fuego.
Alargaron la diestra a los manjares que tenían delante, y cuado hubieron
satisfecho el deseo de comer y de beber, Ayante hizo una seña a Fénix; y Odiseo,
al advertirlo, llenó su copa y brindó a Aquileo:
Embajada ante
Aquiles
—¡Salve. Aquileo!
De igual festín hemos disfrutado en la tienda del Atrida Agamemnón que ahora
aquí, donde podríamos comer muchos y agradables manjares, pero los placeres del
delicioso banquete no nos halagan porque tememos, oh alumno de Zeus, que nos
suceda una gran desgracia: dudamos si nos será dado salvar o perder las naves de
muchos bancos, si tú no te revistes de valor. Los orgullosos troyanos y sus
auxiliares, venidos de lejas tierras, acampan junto al muro y dicen que, como no
podremos resistirles, asaltarán las negras naves; el Cronión Jove relampaguea
haciéndoles favorables señales, y Héctor, envanecido por su bravura y confiando
en Zeus, se muestra furioso, no respeta a hombres ni a dioses, está poseído de
cruel rabia, y pide que aparezca pronto la divina Eos, asegurando que ha de
cortar nuestras elevadas popas, quemar las naves con ardiente fuego, y matar
cerca de ellas a los aqueos aturdidos por el humo. Mucho teme mi alma que los
dioses cumplan sus amenazas y el destino haya dispuesto que muramos en Troya,
lejos de la
Argólide, criadora de
caballos. Ea, levántate, si deseas, aunque tarde, salvar a los aqueos, que están
acosados por los teucros. A ti mismo te ha de pesar si no lo haces, y no puede
repararse el mal una vez causado; piensa, pues, cómo libraras a los dánaos de
tan funesto día...
v. 300 ss.
Y si el Atrida y sus regalos te son odiosos, apiádate de los atribulados aqueos, que te venerarán como a un dios y conseguirás entre ellos inmensa gloria. Ahora podrías matar a Héctor, que llevado de su funesta rabia se acercará mucho a ti, pues dice que ninguno de los dánaos que trajeron las naves en valor le iguala.
Respondióle Aquileo el de los pies ligeros:
— Laertíada, de jovial linaje! ¡Odiseo, fecundo en recursos! Preciso es que os
manifieste lo que pienso hacer para que dejéis de importunarme unos por un lado
y otros por el opuesto. Me es tan odioso como las puertas del Hades quien piensa
una cosa y manifiesta otra. Diré pues, lo que me parece mejor. Creo que ni el
Atrida Agamemnón ni los dánaos lograrán convencerme, ya que para nada se
agradece el combatir siempre y sin descanso contra el enemigo. La misma
recompensa obtiene el que se queda en su tienda, que el que pelea con bizarría;
en igual consideración son tenidos el cobarde y el valiente; y así muere el
holgazán como el laborioso. Ninguna ventaja me ha proporcionado sufrir tantos
pesares y exponer mi vida en el combate.
Embajada ante Aquiles: Fénix, Odiseo, Aquiles y un joven, quizás Patroclo. LIMC Achilleus 445
v. 430 ss.
Dio
fin a su habla, y todos enmudecieron, asombrados de oírle; pues fue mucha la
vehemencia con que se negara. Y el anciano jinete
Fénix,
que sentía gran temor por las naves aqueas, dijo después de un buen rato y
saltándole las lágrimas..
v. 606 ss.
Respondióle Aquileo, ligero de pies:
— ¡Fénix, anciano padre, alumno de Zeus! Para nada necesito tal honor; y espero
que si Zeus quiere, seré honrado en las cóncavas naves mientras la respiración
no falte a mi pecho y mis rodillas se muevan. Otra cosa voy a decirte, que
grabarás en tu memoria: No me conturbes el ánimo con llanto y gemidos para
complacer al héroe Atrida, a quien no debes querer si deseas que el afecto que
te profeso no se convierta en odio; mejor es que aflijas conmigo a quien me
aflige. Ejerce el mando conmigo y comparte mis honores. Esos llevarán la
respuesta, tú quédate y acuéstate en blanda cama y al despuntar la aurora
determinaremos si nos conviene regresar a nuestros hogares o quedarnos aquí
todavía.
Embajada ante Aquiles: Odiseo, Aquiles, Ayante, Fénix, Diomedes. LIMC Achilleus 443
v. 623 ss.
Y Ayante
Telamónida, igual a un dios, habló diciendo:
—¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en recursos! ¡Vámonos! No
espero lograr nuestro propósito por este camino, y hemos de anunciar la
respuesta, aunque sea desfavorable, a los dánaos que están aguardando. Aquileo
tiene en su pecho un corazón orgulloso y salvaje. ¡Cruel! En nada aprecia la
amistad de sus compañeros, con la cual le honrábamos en el campamento más que a
otro alguno. ¡Despiadado! Por la muerte del hermano o del hijo se recibe una
compensación; y una vez pagada, el matador se queda en el pueblo, y el corazón y
el ánimo airado del ofendido se apaciguan; y a ti los dioses te han llenado el
pecho de implacable y feroz rencor por una sola joven. Siete excelentes te
ofrecemos hoy y otras muchas cosas, séanos tu corazón propicio y respeta tu
morada, pues estamos bajo tu techo enviados por el ejército dánao, y anhelamos
ser para ti los más apreciados ,y los más amigos de los aqueos todos.
Respondióle Aquileo, el de los pies ligeros:
— ¡Ayante Telamonio, de jovial linaje, príncipe de hombres! Creo que has dicho
lo que sientes, pero mi corazón se enciende en ira cuando me acuerdo del
menosprecio con que el Atrida me trató ante los argivos, cual si yo fuera un
miserable advenedizo. Id y publicad mi respuesta: No me ocuparé en la cruenta
guerra hasta que el hijo del aguerrido Príamo, Héctor divino, llegue matando
argivos a las tiendas y naves de los mirmidones y las incendie. Creo que Héctor,
aunque esté enardecido, se abstendrá de combatir tan pronto como se acerque a mi
tienda y a mi negra nave.
Así dijo. Cada uno tomó una copa doble; y hecha la libación, los enviados, con
Odiseo a su frente, regresaron a las naves. Patroclo ordenó a sus compañeros y a
las esclavas que aderezaran al momento una mullida cama para Fénix; y ellas,
obedeciendo el mandato, hiciéronla con pieles de oveja, teñida colcha y finísima
cubierta del mejor lino. Allí descansó el viejo, aguardando la divina Eos.
Aquileo durmió en lo más retirado de la sólida tienda con una mujer que trajera
de Lesbos: con Diomeda, hija de Forbante, la de hermosas mejillas. Y Patroclo se
acostó junto a la pared opuesta, teniendo a su lado a Ifis, la de bella cintura,
que le regalara Aquileo al tomar la excelsa
Esciro, ciudad de Enieo.
Homero, Ilíada
X, 203 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Néstor, caballero
gerenio, comenzó a hablar diciendo:
—¡Oh amigos! ¿No habrá nadie que, confiando en su ánimo audaz, vaya al
campamento de los magnánimos teucros? Quizás hiciera prisionero a algún enemigo
que ande cerca del ejército, o averiguara, oyendo algún rumor, lo que los
teucros han decidido: si desean quedarse aquí, cerca de las naves, o volverán a
la ciudad cuando hayan vencido a los aqueos. Si se enterara de esto y regresara
incólume, sería grande su gloria debajo del cielo y entre los hombres todos, y
tendría una hermosa recompensa: cada jefe de los que mandan en las naves le
daría una oveja con su corderito —presente sin igual— y se le admitiría además
en todos los banquetes y festines.
Guerrero con casco de colmillos de jabalí
v. 254 ss.
...vistieron entrambos las terribles armas. El intrépido Trasimedes dio al Tidida una espada de dos filos —la de éste había quedado en la nave— y un escudo, y le puso un morrión de piel de toro sin penacho ni cimera, que se llama catetyx y lo usan los jóvenes para proteger la cabeza. Meriones proporcionó a Odiseo arco, carcaj y espada, y le cubrió la cabeza con un casco de piel que por dentro se sujetaba con fuertes correas y por fuera presentaba los blancos dientes de un jabalí, ingeniosamente repartidos, y tenía un mechón de lana colocado en el centro.
Casco de colmillos de jabalí
Este casco era el que Autólico había robado en Eleón a Amintor Orménida, horadando la pared de su casa, y que luego dio en Escandia a Anfidamante de Citera; Anfidamante lo regaló, como presente de hospitalidad, a Molo; éste lo cedió a su hijo Meriones para que lo llevara, y entonces hubo de cubrir la cabeza de Odiseo.
Una vez revestidos de
las terribles armas, partieron y dejaron allí a todos los príncipes. Palas
Atenea envióles una garza, y si bien no pudieron verla con sus ojos, porque la
noche era oscura, oyéronla graznar a la derecha del camino. Odiseo se holgó del
presagio y oró a Atenea:
—¡Oyeme, hija de Zeus, que lleva la égida! Tú, que me asistes en todos los
trabajos y conoces mis pasos, séme ahora propicia más que nunca, oh Atenea, y
concede que volvamos a las naves cubiertos de gloria por haber realizado una
gran hazaña que preocupe a los teucros.
Dolón envuelto en la piel de lobo. Lécito encontrado en el sur de Italia. ca. 460 a.C. Museo del Louvre
v. 299
Tampoco Héctor dejaba
dormir a los valientes teucros; pues convocó a los próceres, a cuantos eran
caudillos y príncipes de los troyanos, y una vez reunidos les expuso una
prudente idea:
—¿Quién, por un gran premio, se ofrecerá a llevar al cabo la empresa que voy a
decir? La recompensa será proporcionada. Daré un carro y dos corceles de erguido
cuello, los mejores que haya en las veleras aqueas, al que tenga la osadía de
acercarse a las naves de ligero andar —con ello al mismo tiempo ganará gloria— y
averigüe si éstas son guardadas todavía, o los aqueos, vencidos por nuestras
manos, piensan en la fuga y no quieren velar porque el cansancio abrumador los
rinde.
Tal fue lo que propuso. Enmudecieron todos y quedaron silenciosos. Había entre
los troyanos un cierto Dolón, hijo del divino heraldo Eumedes, rico en oro y en
bronce; era de feo aspecto, pero de pies ágiles y el único hijo varón de su
familia con cinco hermanas. Este dijo entonces a los teucros y a Héctor:
—¡Héctor! Mi corazón y mi ánimo valeroso me incitan a acercarme a las naves, de
ligero andar, y explorar el campo. Ea, alza el cetro y jura que me darás los
corceles y el carro con adornos de bronce que conducen al eximio Pelida. No te
será inútil mi espionaje, ni tus esperanzas se verán defraudadas, pues
atravesaré todo el ejército hasta llegar a la nave de Agamemnón, que es donde
deben de haberse reunido los caudillos para deliberar si huirán o seguirán
combatiendo.
Así se expresó. Y
Héctor, tomando en la mano el cetro, prestó el juramento:
— Sea testigo el mismo Zeus tonante, esposo de Hera. Ningún otro teucro será
llevado por estos corceles, y tú disfrutarás perpetuamente de ellos.
Con tales palabras, jurando lo que no había de cumplirse, animó a Dolón. Este,
sin perder momento, colgó del hombro el corvo arco, vistió una pelicana piel de
lobo, cubrió la cabeza con un morrión de piel de comadreja, tomó un puntiagudo
dardo, y saliendo del ejército, se encaminó a las naves, de donde no había de
volver para darle a Héctor la noticia. Dejó atrás la multitud de carros y
hombres, y andaba animoso por el camino. Y Odiseo, de jovial linaje, advirtiendo
que se acercaba a ellos, habló así a Diomedes:
Odiseo y Diomedes apresan a Dolón
—Ese hombre, Diomedes, viene del ejército; pero ignoro si va como espía a nuestras naves o se propone despojar algún cadáver de los que murieron. Dejemos que se adelante un poco más por la llanura, y echándonos sobre él le cogeremos fácilmente; y si en correr nos aventajare, apártale del ejército, acometiéndole con la lanza y persíguele siempre hacia las naves, para que no se guarezca en la ciudad....
Como dos perros de agudos dientes, adiestrados para cazar, acosan en una selva a un cervato o a una liebre que huye chillando delante de ellos; del mismo modo, el Tidida y Odiseo, asolador de ciudades, perseguían constantemente a Dolón después que lograron apartarle del ejército....
Odiseo y Diomedes apresan a Dolón
Odiseo
y Diomedes se le acercaron, jadeantes, y le asieron de las manos, mientras aquél
lloraba y les decía:
—Hacedme prisionero y yo me redimiré. Hay en casa bronce oro y hierro labrado:
con ello os pagaría mi padre inmenso rescate, si supiera que estoy vivo en las
naves aqueas.
Respondióle el ingenioso Odiseo:
— Tranquilízate y no pienses en la muerte. Ea, habla y dime con sinceridad:
¿Adónde ibas solo, separado de tu ejército y derechamente hacia las naves, en
esta noche oscura, mientras duermen los demás mortales? ¿Acaso a despojar a
algún cadáver? ¿Por ventura Héctor te envió como espía a las cóncavas naves? ¿O
te dejaste llevar por los impulsos de tu corazón?
...Contestó Dolón, hijo
de Eumedes:
— De todo voy a informarte con exactitud. Héctor y sus consejeros deliberan
lejos del bullicio junto a la tumba de Ilo; en cuanto a las guardias por que me
preguntas, oh héroe, ninguna ha sido designada para que vele por el ejército ni
para que vigile. En torno de cada hoguera los troyanos, apremiados por la
necesidad, velan y se exhortan mutuamente a la vigilancia. Pero los auxiliares,
venidos de lejas tierras, duermen y dejan a los troyanos al cuidado de la
guardia porque no tienen aquí a sus hijos y mujeres.
Dolón envuelto en la piel de lobo. Terracota s. IV a.C. Staatliche Antikensammlungen, Munich
....Mirándole con torva
faz le replicó el fuerte Diomedes:
— No esperes escapar de ésta, oh Dolón, aunque tus noticias son importantes,
pues has caído en nuestras manos. Si te dejásemos libre o consintiéramos en el
rescate, vendrías de nuevo a las veleras naves a espiar o a combatir contra
nosotros, y si por mi mano pierdes la vida, no causarás más daño a los argivos.
Dijo: y Dolón iba como suplicante, a tocarle la barba con su robusta mano,
cuando Diomedes, de un tajo en el cuello, le rompió ambos tendones; y la cabeza
cayó en el polvo, mientras el troyano hablaba todavía. Quitáronle el morrión de
piel de comadreja, la piel de lobo, el flexible arco y la ingente lanza; y el
divino Odiseo, cogiéndolo todo con la mano, levantólo para ofrecerlo a Atenea,
que preside a los aqueos, y oró diciendo:
—Huélgate de esta ofrenda, ¡oh diosa! Serás tú la primera a quien invocaremos
entre las deidades del Olimpo. Y ahora guíanos hacia los corceles y las tiendas
de los tracios.
Eris o Discordia
Homero, Ilíada
XI, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Eos se levantaba
del lecho, dejando al bello Titonio, para llevar la luz a los dioses y a los
hombres, cuando enviada por Zeus se presentó en las veleras naves
aqueas la cruel Discordia
con la señal del combate en la mano. Subió la diosa a la ingente nave negra de
Odiseo, que estaba en medio de todas, para que le oyeran por ambos lados hasta
las tiendas de Ayante Telamonio y de Aquileo; los cuales habían puesto sus
bajeles en los extremos, porque confiaban en su valor y en la fuerza de sus
brazos. Desde allí daba aquélla grandes, agudos y horrendos gritos, y ponía
mucha fortaleza en el corazón de todos, a fin de que pelearan y combatieran sin
descanso. Y pronto les fue más agradable batallar que volver a la patria tierra
en las cóncavas naves.
v. 597 ss.
En tanto, las yeguas de
Neleo, cubiertas de sudor, sacaban del combate a Néstor y a Macaón, pastor de
pueblos. Reconoció al último el divino Aquileo, el de los pies ligeros, que
desde lo alto de la ingente nave contemplaba la gran derrota y deplorable fuga,
y en seguida llamó, desde allí mismo, a Patroclo, su compañero: oyóle éste, y,
parecido a Ares, salió de la tienda. Tal fue el origen de su desgracia. El
esforzado hijo de Menetio habló el primero, diciendo:
—¿Por qué me llamas, Aquileo? ¿Necesitas de mí? Respondió Aquileo, el de los
pies ligeros:
—¡Noble hijo de Menetio, carísimo a mi corazón! Ahora espero que los aquivos
vendrán a suplicarme y se postrarán a mis plantas, porque no es llevadera la
necesidad en que se hallan. Pero ve, Patroclo, caro a Zeus, y pregunta a Néstor
quién es el herido que saca del combate. Por la espalda tiene gran parecido con
Macaón, hijo de Asclepio, pero no le vi el rostro; pues las yeguas, deseosas de
llegar cuanto antes, pasaron rápidamente por mi lado.
v.616 ss.
Dijo. Patroclo obedeció
al amado compañero y se fue corriendo a las tiendas y naves aqueas.
Cuando aquellos hubieron llegado a la tienda del Nelida, descendieron del carro
al almo suelo, y Eurimedonte, servidor del anciano, desunció los corceles.
Néstor y Macaón dejaron secar el sudor que mojaba sus corazas, poniéndose al
soplo del viento en la orilla del mar; y penetrando luego en la tienda, se
sentaron en sillas. Entonces les preparó una mixtura Hecamede, la de hermosa
cabellera, hija del magnánimo Arsínoo, que el anciano se había llevado de
Ténedos cuando Aquileo entró a saco esta ciudad: los aqueos se la adjudicaron a
Néstor, que a todos superaba en el consejo. Hecamede acercó una mesa magnífica
de pies de acero, pulimentada; y puso encima una fuente de bronce con cebolla
manjar propio para la bebida, miel reciente y sacra harina de flor, y una bella
copa guarnecida de áureos clavos que el anciano se llevara de su palacio y tenía
cuatro asas —cada una entre dos palomas de oro— y dos sustentáculos. A otro
anciano le hubiese sido difícil mover esta copa cuando después de llenarla se
ponía en la mesa, pero Néstor la levantaba sin esfuerzo. En ella la mujer, que
parecía una diosa, les preparó la bebida: echó vino de Pramnio, raspó queso de
cabra con un rallo de bronce, espolvoreó la mezcla con blanca harina y les
invitó a beber así que tuvo compuesta la mixtura. Ambos bebieron, y apagada la
abrasadora sed, se entregaban al deleite de la conversación cuando Patroclo,
varón igual a un dios, apareció en la puerta. Vióle el anciano; y levantándose
del vistoso asiento, le asió de la mano, le hizo entrar y le rogó que se
sentara; pero Patroclo se excusó diciendo:
Patroclo con Néstor en su tienda. Imagen de la Ilíada ambrosiana
—No puedo sentarme,
anciano alumno de Zeus; no lograrás convencerme. Respetable y temible es quien
me envía a preguntar a cuál guerrero trajiste herido; pero ya lo sé, pues estoy
viendo a Macaón, pastor de hombres. Voy a llevar, como mensajero, la noticia a
Aquileo. Bien sabes tú, anciano alumno de Zeus, lo violento que es aquel hombre
y cuán pronto culparía hasta un inocente.
Respondióle Néstor, caballero gerenio:
— ¿Cómo es que Aquileo se compadece de los aqueos que han recibido heridas? ¡No
sabe en qué aflicción está sumido el ejército! Los más fuertes, heridos unos de
cerca y otros de lejos, yacen en las naves. Con arma arrojadiza fue herido el
poderoso Diomedes Tidida, con la pica, Odiseo, famoso por su lanza, y Agamemnón;
a Eurípilo flecháronle en el muslo, y acabo de sacar del combate a este otro,
herido también por una saeta que el arco despidiera. Pero Aquileo, a pesar de su
valentía, ni se cura de los dánaos ni se apiada de ellos. ¿Aguarda acaso que las
veleras naves sean devoradas por el fuego enemigo en la orilla del mar, sin que
los argivos puedan impedirlo, y que unos en pos de otros sucumbamos todos? Ya el
vigor de mis ágiles miembros no es el de antes.
3. Héctor y Sarpedón atacan el campamento aqueo
Homero, Ilíada
XII, 37 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Los argivos, vencidos por el azote de Zeus, encerrábanse en el cerco de las cóncavas naves por miedo a Héctor, cuya valentía les causaba la derrota, y éste seguía peleando y parecía un torbellino. Como un jabalí o un león se revuelve, orgulloso de su fuerza, entre perros y cazadores que agrupados le tiran muchos venablos —la fiera no siente en su ánimo audaz ni temor ni espanto, y su propio valor la mata—, y va de un lado a otro, probando, y se apartan aquéllos hacia los que se dirige; de igual modo agitábase Héctor entre la turba y exhortaba a sus compañeros a pasar el foso.
Los corceles, de pies ligeros, no se atrevían a hacerlo, y parados en el borde relinchaban, porque el ancho foso les daba horror. No era fácil, en efecto, salvarlo ni atravesarlo, pues tenía escarpados precipicios a uno y otro lado y en su parte alta grandes y puntiagudas estacas, que los aqueos clavaron espesas para defenderse de los enemigos. Un caballo tirando de un carro de hermosas ruedas difícilmente hubiera entrado en el foso y los peones meditaban si podrían realizarlo.
Entonces llegóse
Polidamante al audaz Héctor, y dijo:
—¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus auxiliares! Dirigimos
imprudentemente los caballos al foso, y éste es muy difícil de pasar, porque
está erizado de agudas estacas y a lo largo de él se levanta el muro de los
aqueos. Allí no podríamos apearnos del carro ni combatir, pues se trata de un
sitio estrecho donde temo que pronto seríamos heridos. Si Zeus altisonante,
meditando males contra los aqueos, quiere destruirlos completamente para
favorecer a los teucros, deseo que lo realice cuanto antes y que aquéllos
perezcan sin gloria en esta tierra, lejos de Argos. Pero si los aqueos se
volviesen, y viniendo de las naves nos obligaran a repasar el profundo foso, me
figuro que ni un mensajero podría retornar a la ciudad, huyendo de los aqueos
que nuevamente entraran en combate. Ea, obremos todos como voy a decir. Los
escuderos tengan los caballos en la orilla del foso y nosotros sigamos a Héctor
a pie, con armas y en batallón cerrado, pues los aqueos no resistirán el ataque
si sobre ellos pende la ruina.
4. Intervención de Posidón
Homero, Ilíada
XIII, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Cuando Zeus hubo
acercado a Héctor y los teucros a las naves, dejó que sostuvieran el trabajo y
la fatiga de la batalla; y desviando de los mismos los ojos refulgentes, miraba
a lo lejos la tierra de los tracios, diestros jinetes; de los misios, que
combaten de cerca; de los ilustres
hipomolgos, que se
alimentan con leche; y de los
abios, los más justos de
los hombres. Y ya no volvió a poner los brillantes ojos en Troya, porque su
corazón no temía que inmortal alguno fuera a socorrer ni a los teucros ni a los
dánaos.
Pero no en vano el poderoso Poseidón, que bate la tierra, estaba al acecho en la
cumbre más alta de la selvosa Samotracia, contemplando la lucha y la pelea.
Desde allí se divisaba todo el
Ida, la ciudad de Príamo
y las naves
aqueas. En aquel sitio
habíase sentado Poseidón al salir del mar, y compadecía a los aqueos, vencidos
por los teucros, a la vez que cobraba gran indignación contra Zeus.
Pronto Poseidón bajó del escarpado monte con ligera planta; las altas colinas y
las selvas temblaban bajo los pies inmortales, mientras el dios iba andando. Dio
tres pasos, y al cuarto arribó al término de su viaje, a Egas; allí en las
profundidades del mar, tenía palacios magníficos, de oro, resplandecientes e
indestructibles. Luego que hubo llegado, unció al carro un par de corceles de
cascos de bronce y áureas crines que volaban ligeros; y seguidamente envolvió su
cuerpo en dorada túnica, tomó el látigo de oro hecho con arte, subió al carro y
lo guió por cima de las olas. Debajo saltaban los cetáceos, que salían de sus
escondrijos, reconociendo al rey; el mar abría, gozoso, sus aguas, y los ágiles
caballos, con apresurado vuelo, sin dejar que el eje de bronce se mojara,
conducían a Poseidón hacia las naves aqueas.
Hay una vasta gruta en lo hondo del profundo mar entre Ténedos y la escabrosa
Imbros; y al llegar a la
misma, Poseidón, que bate la tierra, detuvo los bridones, desunciólos del carro,
dióles a comer un pasto divino, púsoles en los pies trabas de oro
indestructibles e indisolubles, para que sin moverse de aquel sitio aguardaran
su regreso, y se fue al ejército de los aquivos.
Calcas. Detalle de la pintura pompeyana con el sacrificio de Ifigenia
Los teucros, semejantes a una llama o a una tempestad y poseídos de marcial furor, seguían apiñados a Héctor Priámida con alboroto y vocerío; y tenían esperanzas de tomar las naves y matar entre las mismas a todos los aqueos.
Mas Poseidón, que ciñe y bate la tierra, asemejándose a Calcante en el cuerpo y
en la voz infatigable, incitaba a los
argivos desde que salió
del profundo mar, y dijo a los Ayaces, que ya estaban deseosos de combatir:
—¡Ayaces! Vosotros salvaréis a los aqueos si os acordáis de vuestro valor y no
de la fuga horrenda. No me ponen en cuidado las audaces manos de los teucros,
que asaltaron en tropel la gran muralla, pues a todos resistirán los aqueos, de
hermosas grebas; pero es de temer, y mucho, que padezcamos algún daño en esta
parte donde aparece a la cabeza de los suyos el rabioso Héctor, semejante a una
llama, el cual blasona de ser hijo del prepotente Zeus. Una deidad levante el
ánimo en vuestro pecho para resistir firmemente y exhortar a los demás con esto
podríais rechazar a Héctor de las naves, de ligero andar, por furioso que
estuviera y aunque fuese el mismo Olímpico quien le instigara.
Dijo así Poseidón, que ciñe y bate la tierra, y tocando a entrambos con el
cetro, llenóles de fuerte vigor y agilitóles todos los miembros, y especialmente
los pies y las manos. Y como el gavilán de ligeras alas se arroja desde altísima
y abrupta peña, enderezando el vuelo a la llanura para perseguir a un ave; de
aquel modo apartóse de ellos Poseidón, que bate la tierra. El primero que le
reconoció fue el ágil Ayante de Oileo
5. Situación desesperada de los dánaos - griegos
Mapa con la situación del campamento dánao en la llanura troyana
Homero, Ilíada
XIV, 41 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Y el rey
Agamemnón, dirigiéndole la palabra, exclamó:
—¡Oh Néstor Nelida, gloria insigne de los aqueos! ¿Por qué vienes, dejando la
homicida batalla? Temo que el impetuoso Héctor cumpla la amenaza que me hizo en
su arenga a los teucros: Que no regresaría a
Ilión antes de pegar
fuego a las naves y matar a los aquivos. Así decía, y todo se va cumpliendo. ¡Oh
dioses! Los aqueos, de hermosas grebas, tienen, como Aquileo, el ánimo poseído
de ira contra mí y no quieren combatir junto a los bajeles.
Respondió Néstor, caballero gerenio:
— Patente es lo que dices, y ni el mismo Zeus altitonante puede modificar lo que
ya ha sucedido. Derribado está el muro que esperábamos fuese indestructible
reparo para las veleras naves y para nosotros mismos; y junto a ellas los
teucros sostienen vivo e incesante combate. No conocerías por más que lo
miraras, hacia qué parte van los aqueos acosados y puestos en desorden: en
montón confuso reciben la muerte, y la gritería llega hasta el cielo.
Deliberemos sobre lo que puede ocurrir, por si damos con alguna idea provechosa;
y no propongo que entremos en combate porque es imposible que peleen los que
están heridos.
Barcos en cerámica
Díjole el rey de
hombres Agamemnón:
— ¡Néstor! Puesto que ya los teucros combaten junto a las popas de las naves y
de ninguna utilidad ha sido el muro con su foso que los dánaos construyeron con
tanta fatiga, esperando que fuese indestructible reparo para los barcos y para
ellos mismos; sin duda debe de ser grato al prepotente Zeus que los aqueos
perezcan sin gloria aquí, lejos de Argos. Antes yo veía que el dios auxiliaba,
benévolo, a los dánaos; mas al presente da gloria a los teucros, cual si fuesen
dioses bienaventurados, y encadena nuestro valor y nuestros brazos. Ea, obremos
todos como voy a decir. Arrastremos las naves que se hallan más cerca de la
orilla, echémoslas al mar divino y que estén sobre las anclas hasta que venga la
noche inmortal; y si entonces los teucros se abstienen de combatir, podremos
botar las restantes. No es reprensible evitar una desgracia, aunque sea durante
la noche. Mejor es librarse huyendo, que dejarse coger.
El
ingenioso Odiseo, mirándole con torva faz, exclamó:
—¡Atrida! ¿Qué palabras se escaparon de tus labios? ¡Hombre funesto! Debieras
estar al frente de un ejército de cobardes y no mandarnos a nosotros, a quienes
Zeus concedió llevar al cabo arriesgadas empresas bélicas desde la juventud a la
vejez, hasta que perezcamos. ¿Quieres que dejemos la ciudad troyana de anchas
calles, después de haber padecido por ella tantas fatigas? Calla y no oigan los
aqueos esas palabras...
Poseidón
v. 128 ss. (Habla Diomedes)
"Ea, vayamos a la batalla, no obstante estar heridos, pues la necesidad apremia; pongámonos fuera del alcance de los tiros para no recibir lesiones sobre lesiones, animemos a los demás y hagamos que entren en combate cuantos, cediendo a su ánimo indolente, permanecen alejados y no pelean".
Así se
expresó, y ellos le escucharon y obedecieron. Echaron a andar, y el rey de
hombres Agamemnón iba delante.
El ilustre
Poseidón, que sacude la tierra, estaba al acecho; y transfigurándose en un
viejo, se dirigió a los reyes, tomó la diestra de Agamemnón Atrida y le dijo
estas aladas palabras:
—¡Atrida! Aquileo, al contemplar la matanza y la derrota de los aqueos, debe de
sentir que en el pecho se le regocija el corazón pernicioso, porque está falto
de juicio. ¡Así pereciera y una deidad le cubriese de ignominia! Pero los
bienaventurados dioses no se hallan irritados contigo, y los caudillos y
príncipes de los teucros serán puestos en fuga y levantarán nubes de polvo en la
llanura espaciosa; tú mismo los verás huir desde las tiendas y naves a la
ciudad.
Cuando así hubo hablado, dio un gran alarido y empezó a correr por la llanura.
Cual es la gritería de nueve o diez mil guerreros al trabarse la marcial
contienda, tan pujante fue la voz que el soberano Poseidón, que bate la tierra,
hizo salir de su pecho. Y el dios infundió valor en el corazón de todos los
aqueos para que lucharan y combatieran sin descanso.
6. Intervención de Hera. Seducción de Zeus en el monte Ida. Posidón socorre a los dánaos.
Homero, Ilíada
XIV, 153 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Hera, la de áureo trono, mirando desde la cima del Olimpo, conoció a su hermano y cuñado, y regocijóse en el alma; pero vio a Zeus sentado en la más alta cumbre del Ida, abundante en manantiales, y se le hizo odioso en su corazón. Entonces Hera veneranda, la de los grandes ojos, pensaba cómo podría engañar a Zeus, que lleva la égida. Al fin parecióle que la mejor resolución sería ataviarse bien y encaminarse al Ida, por si Zeus, abrasándose en amor, quería dormir a su lado y ella lograba derramar sobre los párpados y el prudente espíritu del dios, dulce y placentero sueño. Sin perder un instante, fuese a la habitación labrada por su hijo Hefesto —la cual tenía una sólida puerta con cerradura oculta que ninguna otra deidad sabía abrir—, entró, y habiendo entornado la puerta, lavóse con ambrosía el cuerpo encantador y lo untó con un aceite craso, divino, suave y tan oloroso que al moverlo en el palacio de Zeus, erigido sobre bronce, su fragancia se difundió por el cielo y la tierra. Ungido el hermoso cutis, se compuso el cabello, y con sus propias manos formó los rizos lustrosos, bellos, divinales, que colgaban de la cabeza inmortal. Echóse en seguida el manto divino, adornado con muchas bordaduras, que Atenea le hiciera; y sujetólo al pecho con broche de oro. Púsose luego un ceñidor que tenía cien borlones, y colgó de las perforadas orejas unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Después, la divina entre las diosas se cubrió con un velo hermoso, nuevo, tan blanco como el sol; y calzó sus nítidos pies con bellas sandalias. Y cuando hubo ataviado su cuerpo con todos los adornos, salió de la estancia; y llamando a Afrodita aparte de los dioses, hablóle en estos términos:
—¡Hija
querida! ¿Querrás complacerme en lo que te diga, o te negarás, irritada en tu
ánimo, porque yo protejo a los dánaos y tú a los teucros?
Respondióle Afrodita, hija de Zeus:
— ¡Hera, venerable diosa, hija del gran Cronos! Di qué quieres; mi corazón me
impulsa a realizarlo, si puedo y es hacedero.
Contestóle dolosamente la venerable Hera:
— Dame el amor y el deseo con los cuales rindes a todos los inmortales y a los
mortales hombres. Voy a los confines de la fértil tierra para ver a Océano,
padre de los dioses, y a la madre Tetis, los cuales me recibieron de manos de
Rea y me criaron y educaron en su palacio, cuando el longividente Zeus puso a
Cronos debajo de la tierra y del mar estéril. Iré a visitarlos para dar fin a
sus rencillas. Tiempo ha que se privan del amor y del tálamo, porque la cólera
anidó en sus corazones. Si apaciguara con mis palabras su ánimo y lograra que
reanudasen el amoroso consorcio, me llamarían siempre querida y venerable.
Respondió de nuevo la risueña Afrodita:
— No es posible ni sería conveniente negarte lo que pides pues duermes en los
brazos del poderosísimo Zeus.
Dijo; y desató del pecho el cinto bordado, de variada labor, que encerraba todos
los encantos: hallábanse allí el amor el deseo, las amorosas pláticas y el
lenguaje seductor que hace perder el juicio a los más prudentes. Púsolo en las
manos de Hera, y pronunció estas palabras:
—Toma y esconde en tu seno el bordado ceñidor donde todo se halla. Yo te aseguro
que no volverás sin haber logrado lo que te propongas.
Así habló. Sonrióse Hera veneranda, la de los grandes ojos; y sonriente aún, escondió el ceñidor en el seno. Afrodita, hija de Zeus, volvió a su morada. Hera dejó en raudo vuelo la cima del Olimpo, y pasando por la Pieria y la deleitosa Ematia, salvó las altas y nevadas cumbres de las montañas donde viven los jinetes tracios, sin que sus pies tocaran la tierra; descendió por el Atos al fluctuoso ponto y llegó a Lemnos, ciudad del divino Toante. Allí se encontró con Hipno, hermano de la Muerte; y asiéndole de la diestra, le dijo estas palabras:
"Nyx ("Noche") e Hypnos ("Sueño")
—¡Oh Hipno, rey de todos los dioses y de todos los hombres! Si en otra ocasión
escuchaste mi voz, obedéceme también ahora, y mi gratitud será perenne. Adormece
los brillantes ojos de Zeus debajo de sus párpados, tan pronto como, vencido por
el amor, se acueste conmigo. Te daré como premio un trono hermoso,
incorruptible, de oro; y mi hijo Hefesto, el cojo de ambos pies, te hará un
escabel que te sirva para apoyar las nítidas plantas, cuando asistas a los
festines.
Respondióle el dulce Hipno:
— ¡Hera, venerable diosa, hija del gran Cronos! Fácilmente adormecería a
cualquiera otro de los sempiternos dioses y aun a las corrientes del río Océano,
que es el padre de todos ellos, pero no me acercaré ni adormeceré a Zeus
Cronión, si él no lo manda. Me hizo cuerdo tu mandato el día en que el animoso
hijo de Zeus se embarcó en Ilión, después de destruir la ciudad troyana.
Entonces sumí en grato sopor la mente de Zeus, que lleva la égida, difundiéndome
suave en torno suyo; y tú, que te proponías causar daño a Heracles, conseguiste
que los vientos impetuosos soplaran sobre el ponto y lo llevaran a la populosa
Cos, lejos de sus amigos. Zeus despertó y encendióse en ira: maltrataba a los
dioses en el palacio, me buscaba a mí, y me hubiera hecho desaparecer,
arrojándome del éter al ponto, si la Noche, que rinde a los dioses y a los
hombres, no me hubiese salvado; lleguéme a ella, y aquél se contuvo, aunque
irritado, porque temió hacer algo que a la rápida Noche desagradara. Y ahora me
mandas realizar otra cosa peligrosísima.
Respondióle Hera veneranda, la de los grandes ojos:
— ¡Hipno! ¿Por qué en la mente revuelves tales cosas? ¿Crees que el longividente
Zeus favorecerá tanto a los teucros, como, en la época en que se irritó,
protegía a su hijo Heracles? Ea, ve y prometo darte, para que te cases con ella
y lleve el nombre de esposa tuya, la más joven de las Cárites, Pasitea, cuya
posesión constantemente anhelas.
Así habló. Alegróse Hipno, y respondió diciendo:
— Jura por el agua sagrada de la Estix, tocando con una mano la fértil tierra y
con la otra el brillante mar, para que sean testigos los dioses subtartáreos que
están con Cronos, que me darás la más joven de las Cárites, Pasitea, cuya
posesión constantemente anhelo.
....Hera subió ligera al
Gárgaro, la cumbre más alta del Ida...
v. 352 ss.
Tan tranquilamente dormía el padre sobre el alto
Gárgaro, vencido por el sueño y el amor y abrazado con su esposa. El dulce
Hipno corrió hacia las naves aqueas para llevar la noticia a Poseidón, que ciñe
la tierra, y deteniéndose cerca de él, pronunció estas aladas palabras:
—¡Oh Poseidón! Socorre pronto a los dánaos y dales gloria, aunque sea breve, mientras duerme Zeus, a quien he sumido en dulce letargo, después que Hera, engañándole, logró que se acostara para gozar del amor.
Dicho esto, fuese hacia
las ínclitas tribus de los hombres. Y Poseidón, más incitado que antes a
socorrer a los dánaos, saltó en seguida a las primeras filas y les exhortó
diciendo:
—¡Argivos! ¿Cederemos nuevamente la victoria a Héctor Priámida, para que se
apodere de los bajeles y alcance gloria? así se lo figura él y de ello se jacta,
porque Aquileo permanece en las cóncavas naves con el corazón irritado. Pero
Aquileo no hará gran falta, si los demás procuramos auxiliarnos mutuamente. Ea,
obremos todos como voy a decir. Embrazad los escudos mayores y más fuertes que
haya en el ejército, cubríos la cabeza con el refulgente casco, coged las picas
más largas, y pongámonos en marcha: yo iré delante, y no creo que Héctor
Priámida, por enardecido que esté, se atreva a esperarnos. Y el varón que,
siendo bravo, tenga un escudo pequeño para proteger sus hombros, déselo al menos
valiente y tome otro mejor.
v. 508 ss.
Decidme ahora, Musas, que poseéis olímpicos palacios, cuál fue el primer aquivo que alzó del suelo cruentos despojos cuando el ilustre Poseidón, que bate la tierra, inclinó el combate en favor de los aqueos.
Ayante Telamonio, el primero, hirió a Hirtio Girtíada; Antíloco hizo perecer a Falces y a Mérmero, despojándolos luego de las armas; Meriones mató a Moris e Hipotión Teucro quitó la vida a Protoón y Perifetes; y el Atrida hirió en el ijar a Hiperenor, pastor de hombres: el bronce atravesó los intestinos, el alma salió presurosa por la herida, y la obscuridad cubrió los ojos del guerrero. Y el veloz Ayante, hijo de Oileo, mató a muchos; porque nadie le igualaba en perseguir a los guerreros aterrorizados, cuando Zeus los ponía en fuga.
7. La ira de Zeus
Homero, Ilíada
XV, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Cuando los
teucros hubieron atravesado en su huída el foso y la estacada, muriendo muchos a
manos de los dánaos, llegaron al sitio donde tenían los corceles e hicieron
alto, amedrentados y pálidos de miedo. En aquel instante despertó Zeus en la
cumbre del
Ida, al lado de Hera, la
de áureo trono. Levantóse y vio a los teucros perseguidos por los
aqueos, que los ponían en
desorden; y entre éstos, al soberano Poseidón. Vio también a Héctor tendido en
la llanura y rodeado de amigos, jadeante, privado de conocimiento, vomitando
sangre; que no fue el más débil de los aqueos quien le causó la herida. El padre
de los hombres y de los dioses, compadeciéndose de él miró con torva y terrible
faz a Hera, y así le dijo:
—Tu engaño, Hera maléfica e incorregible, ha hecho que Héctor dejara de combatir y que sus tropas se dieran a la fuga. No sé si castigarte con azotes, para que seas la primera en gozar de tu funesta astucia. ¿Por ventura no te acuerdas de cuando estuviste colgada en lo alto y puse en tus pies sendos yunques, y en tus manos áureas e irrompibles esposas?...
Así se expresó.
Estremecióse Hera veneranda, la de los grandes ojos, y pronunció estas aladas
palabras:
—Sean testigos Gea y el anchuroso Urano y el agua de la Estix, de subterránea
corriente—que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados
dioses—, y tu cabeza sagrada y nuestro tálamo nupcial, por el que nunca juraría
en vano. No es por mi consejo que Poseidón, el que sacude la tierra, daña a los
teucros y a Héctor y auxilia a los otros; su mismo ánimo debe de impelerle y
animarle, o quizás se compadece de los aqueos al ver que son derrotados junto a
las naves. Mas yo aconsejaría a Poseidón que fuera por donde tú, el de las
sombrías nubes, le mandaras.
Iris, la mensajera de los dioses
Así
dijo. Sonrióse el padre de los hombres y de los dioses, y respondió con estas
aladas palabras:
—Si tú, Hera veneranda, la de los grandes ojos, cuando te sientas entre los
inmortales estuvieras de acuerdo conmigo; Poseidón, aunque otra cosa deseara,
acomodaría muy pronto su modo de pensar al nuestro. Pero si en este momento
hablas franca y sinceramente, ve a la mansión de los dioses y manda venir a
Iris y a Apolo famoso por su arco;
para que aquélla, encaminándose al ejército de los aqueos, de corazas de bronce,
diga al soberano Poseidón que cese de
combatir y vuelva a su palacio; y Febo Apolo incite a Héctor a la pelea, le
infunda valor y le haga olvidar los dolores que le oprimen el corazón, a fin de
que rechace nuevamente a los aquivos, los cuales llegarán en cobarde fuga a las
naves de muchos bancos del Pelida Aquileo. Este enviará a la lid a su compañero
Patroclo que morirá, herido por la lanza del preclaro Héctor, cerca de
Ilión, después de quitar
la vida a muchos jóvenes, y entre ellos al ilustre Sarpedón, mi hijo. Irritado
por la muerte de Patroclo, el divino Aquileo matará a Héctor. Desde aquel
instante haré que los teucros sean perseguidos continuamente desde las naves,
hasta que los aqueos tomen la excelsa Ilión. Y no cesará mi enojo, ni dejaré que
ningún inmortal socorra a los dánaos, mientras no se cumpla el voto del Pelida,
como lo prometí, asintiendo con la cabeza, el día en que Tetis abrazó mis
rodillas y me suplicó que honrase a Aquileo, asolador de ciudades.
8. Patroclía o Hazañas de Patroclo
Aquiles - Patroclo
Homero, Ilíada
XV, 390 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
En cuanto aquivos y
teucros combatieron cerca del muro, lejos de las veleras naves, Patroclo
permaneció en la tienda del bravo Eurípilo, entreteniéndole con la conversación
y curándole la grave herida con drogas que mitigan los acerbos dolores. Mas, al
ver que los teucros asaltaban con ímpetu el muro y se producía clamoreo y fuga
entre los dánaos, gimió; y bajando los brazos, golpeóse los muslos, suspiró y
dijo:
—¡Eurípilo! Ya no puedo seguir aquí, aunque me necesites, porque se ha trabado
una gran batalla. Te cuidará el escudero, y yo volveré presuroso a la tienda de
Aquileo, para incitarle a pelear. ¿Quién sabe si con la ayuda de algún dios
conmoveré su ánimo? Gran fuerza tiene la exhortación de un compañero.
Homero, Ilíada
XVI, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Así peleaban por la
nave de muchos bancos. Patroclo se presentó a Aquileo, pastor de hombres,
derramando ardientes lágrimas como fuente profunda que vierte sus aguas sombrías
por escarpada roca. Tan pronto como le vio el divino Aquileo, el de los pies
ligeros, compadecióse de él y le dijo estas aladas palabras:
—¿Por qué lloras, Patroclo, como una niña que va con su madre y deseando que la
tome en brazos, le tira del vestido, la detiene a pesar de que está de prisa y
la mira con ojos llorosos para que la levante del suelo? Como ella, oh Patroclo,
derramas tiernas lágrimas. ¿Vienes a participarnos algo a los mirmidones o a mí
mismo? ¿Supiste tú solo alguna noticia de Ptía? Dicen que Menetio, hijo de
Actor, existe aún; vive también Peleo entre los mirmidones; y es la muerte de
aquél o de éste lo que más nos podría afligir. ¿O lloras quizás porque los
argivos perecen, cerca de las cóncavas naves, por la injusticia que cometieron?
Habla, no me ocultes lo que piensas para que ambos lo sepamos.
Dando profundos suspiros, respondiste así, caballero Patroclo:
—¡Oh Aquileo, hijo de Peleo, el más valiente de los
aquivos! No te enfades,
porque es muy grande el pesar que los abruma. Los más fuertes, heridos unos de
cerca y otros de lejos, yacen en los bajeles—con arma arrojadiza fue herido el
poderoso Diomedes Tidida; con la pica, Odiseo, famoso por su lanza, y Agamemnón;
a Eurípilo flecháronle en el muslo—, y los médicos, que conocen muchas drogas,
ocúpanse en curarles las lesiones. Tú Aquileo, eres implacable. ¡Jamás se
apodere de mí un rencor como el que guardas! ¡Oh tú, que tan mal empleas el
valor! ¿A quién podrás ser útil más tarde, si ahora no salvas a los argivos de
una muerte indigna? ¡Despiadado!, no fue tu padre el jinete Peleo, ni Tetis tu
madre; el glauco mar o las escarpadas rocas debieron de engendrarte, porque tu
espíritu es cruel. Si te abstienes de combatir por algún vaticinio que tu madre,
enterrada por Zeus, te haya revelado, envíame a mí con los demás mirmidones, por
si llego a ser la aurora de la salvación de los dánaos; y permite que cubra mis
hombros con tu armadura para que los teucros me confundan contigo y cesen de
pelear, los belicosos dánaos, que tan abatidos están, se reanimen y la batalla
tenga su tregua, aunque sea por breve tiempo. Nosotros, que no nos hallamos
extenuados de fatiga, rechazaríamos fácilmente de las naves y de las tiendas
hacia la ciudad a esos hombres que de pelear están cansados.
Aquiles
Así
le suplicó el gran insensato; y con ello llamaba a la Parca y a la terrible
muerte. Aquileo, el de los pies ligeros, le contestó muy indignado:
—¡Ay de mí, Patroclo, de jovial linaje, qué dijiste! No me abstengo por ningún
vaticinio que sepa y tampoco la veneranda madre me dijo nada de parte de Zeus,
sino que se me oprime el corazón y el alma cuando un hombre, porque tiene más
poder, quiere privar a su igual de lo que le corresponde y le quita la
recompensa. Tal es el gran pesar que tengo, a causa de las contrariedades que mi
ánimo ha sufrido. La moza que los aqueos me adjudicaron como recompensa y que
había conquistado con mi lanza, al tomar una bien murada ciudad, el rey
Agamemnón me la quitó como si yo fuera un miserable advenedizo. Mas dejemos lo
pasado; no es posible guardar siempre la ira en el corazón, aunque me había
propuesto no deponer la cólera hasta que la gritería y el combate llegaran a mis
bajeles. Cubre tus hombros con mi magnífica armadura, ponte al frente de los
mirmidones, y llévalos a la pelea; pues negra nube de teucros cerca ya las naves
con gran ímpetu y los argivos, acorralados en la orilla del mar, sólo disponen
de un corto espacio. Sobre ellos cargan confiadamente todos los de Troya, porque
no ven mi reluciente casco. Pronto huirían llenando de muertos los fosos si el
rey Agamemnón fuera justo conmigo; mientras que ahora combaten alrededor de
nuestro ejército. Ya la mano de Diomedes Tidida no blande furiosamente la lanza
para librar a los dánaos de la muerte, ni he oído un solo grito que viniera de
la odiosa cabeza del Atrida; sólo resuena la voz de Héctor, matador de hombres,
animando a los teucros, que con vocerío ocupan toda la llanura y vencen en la
batalla a los aqueos. Pero tú, Patroclo, échate impetuosamente sobre ellos y
aparta de las naves esa peste; no sea que, pegando ardiente fuego a los bajeles,
nos priven de la deseada vuelta. Haz cuanto te voy a decir, para que me
proporciones mucha honra y gloria ante todos los dánaos, y éstos me devuelvan la
hermosa joven y me hagan además espléndidos regalos. Tan luego como los alejes
de los barcos vuelve atrás; y aunque el tonante esposo de Hera te dé gloria, no
quieras lidiar sin mí contra los belicosos teucros, pues contribuirías a mi
deshonra. Y tampoco, estimulado por el combate y la pelea, te encamines matando
enemigos, a
Ilión; no sea que alguno
de los sempiternos dioses baje del Olimpo, pues a los troyanos les protege mucho
el flechador Apolo. Retrocede tan pronto como hayas librado del peligro a los
barcos, y deja que peleen en la llanura. Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!,
ninguno de los teucros ni de los argivos escape de la muerte, y librándonos de
ella nosotros dos, derribemos las sacras almenas de Troya.
v. 155 ss.
Aquileo, recorriendo las tiendas, hacía tomar las armas a todos los mirmidones. Como carniceros lobos dotados de una fuerza inmensa despedazan en el monte un grande cornígero ciervo que han matado y sus mandíbulas aparecen rojas de sangre; luego van en tropel a lamer con las tenues lenguas el agua de un profundo manantial, eructando por la sangre que han bebido, y su vientre se dilata, pero el ánimo permanece intrépido en el pecho; de igual manera, los jefes y príncipes de los mirmidones se reunían presurosos alrededor del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros. Y en medio de todos, el belicoso Aquileo animaba, así a los que combatían en carros, como a los peones armados de escudos.
v. 257 ss.
Los
mirmidones seguían con armas y en buen orden al magnánimo Patroclo, hasta que
alcanzaron a los teucros y les arremetieron con grandes bríos, esparciéndose
como las avispas que moran en el camino, cuando los muchachos, siguiendo su
costumbre de molestarlas, las irritan y consiguen con su imprudencia que dañen a
buen número de personas, pues, si algún caminante pasa por allí, y sin querer
las mueve, vuelan y defienden con ánimo valeroso a sus hijuelos; con un corazón
y ánimo semejantes, se esparcieron los mirmidones desde las naves, y levantóse
una gritería inmensa. Y Patroclo exhortaba a sus compañeros, diciendo con voz
recia:
—¡Mirmidones, compañeros del Pelida Aquileo! Sed hombres, amigos, y mostrad
vuestro impetuoso valor para que honremos al Pelida, que es el más valiente de
cuantos argivos hay en las naves, como lo son también sus guerreros, que de
cerca combaten; y comprenda el poderoso Agamemnón Atrida la falta que cometió no
honrando al mejor de los aqueos.
Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Los mirmidones
cayeron apiñados sobre los teucros y en las naves resonaban de un modo horrible
los gritos de los aqueos.
Cuando los teucros vieron al esforzado hijo de Menetio y a su escudero, ambos
con lucientes armaduras, a todos se les conturbó el ánimo y sus falanges se
agitaron. Figurábanse que el Pelida, ligero de pies, había renunciado a su
cólera y volvía a ser amigo de Agamemnón. Y cada uno miraba adónde podría huir
para librarse de una muerte terrible.
Patroclo da muerte a Sarpedón
Homero, Ilíada
XVI, 419 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Sarpedón, al ver que sus compañeros, de corazas sin
cintura, sucumbían a manos de Patroclo Menetíada, increpó a los deiformes
licios:
—¡Qué vergüenza, oh licios! ¿A dónde huís? Sed esforzados. Yo saldré al
encuentro de ese hombre, para saber quién es el que así vence y tantos males
causa a los teucros, pues ya a muchos valientes les ha quebrado las rodillas.
Dijo, y saltó del carro al suelo sin dejar las armas. A su vez Patroclo, al
verlo, se apeó del suyo. Como dos buitres de corvas uñas y combado pico riñen,
dando chillidos, sobre elevada roca, así aquellos se acometieron vociferando.
Viólos el hijo del artero Cronos, y compadecido, dijo a Hera, su hermana y
esposa:
—¡Ay de mi! El hado dispone que Sarpedón...
Patroclo da muerte a Sarpedón, pese a que Glauco intenta
defenderlo
v.458 ss.
El padre de los hombres y de los dioses... hizo caer sobre la tierra
sanguinolentas gotas para honrar al hijo amado, a quien Patroclo había de matar
en la fértil Troya, lejos de su patria.
Cuando ambos héroes se hallaron frente a frente, Patroclo arrojó la lanza, y acertando a dar en el empeine del ilustre Trasidemo, escudero valeroso del rey Sarpedón, dejóle sin vigor los miembros. Sarpedón acometió a su vez; y despidiendo la reluciente lanza, erró el tiro, pero hirió en el hombro derecho al corcel Pédaso, que relinchó mientras perdía el vital aliento. El caballo cayó al polvo, y el espíritu abandonó su cuerpo. Forcejearon los otros dos bridones por separarse, crujió el yugo y enredáronse las riendas a causa de que el caballo lateral yacía en el polvo. Pero Automedonte, famoso por su lanza, hallo el remedio: desenvainando la espada de larga punta que llevaba junto al fornido muslo, corto apresuradamente los tirantes del caballo lateral, y los otros dos se enderezaron y obedecieron a las riendas. Y los héroes volvieron a acometerse con roedor encono.
Entonces
Sarpedón arrojó otra reluciente lanza y erró el tiro, pues aquélla pasó por cima
del hombro izquierdo de Patroclo sin herirle. Patroclo despidió la suya y no en
balde; ya que acertó a Sarpedón y le hirió en el tejido que al denso corazón
envuelve. Cayó el héroe como la encina, el álamo o el elevado pino que en el
monte cortan con afiladas hachas los artífices para hacer un mástil de navío;
así yacía aquél, tendido delante de los corceles y del carro, rechinándole los
dientes y cogiendo con las manos el polvo ensangrentado. Como el rojizo y
animoso toro, a quien devora un león que se ha presentado en la vacada, brama al
morir entre las mandíbulas de la fiera; así el caudillo de los licios escudados,
herido de muerte por Patroclo, se enfurecía, y llamando al compañero, le hablaba
de este modo:
—¡Caro Glauco, guerrero afamado! Ahora debes portarte como fuerte y audaz
luchador; ahora te ha de causar placer la batalla funesta, si eres valiente. Ve
por todas partes, exhorta a los capitanes licios a que combatan en torno de
Sarpedón y defiéndeme tú mismo con la pica. Seré para ti motivo constante de
vergüenza y oprobio si, sucumbiendo en el recinto de las naves, los aqueos me
despojan de la armadura. Pelea, pues, denodadamente y anima a todo el ejército!
Sarpedón arrastrado por Tánatos ("Muerte")
v. 638 ss.
Y ya ni un
hombre perspicaz hubiera conocido al divino Sarpedón, pues los dardos, la sangre
y el polvo lo cubrían desde los pies a la cabeza. Agitábanse todos alrededor del
cadáver como en la primavera zumban las moscas en el establo por cima de las
escudillas, cuando los tarros rebosan de leche: de igual manera bullían aquéllos
en torno al muerto. Zeus no apartaba los refulgentes ojos de la dura contienda:
y contemplando a los guerreros, revolvía en su ánimo muchas cosas acerca de la
muerte de Patroclo: vacilaba entre si el esclarecido Héctor debería matar con el
bronce a Patroclo sobre Sarpedón, igual a un dios, y quitarle la armadura de los
hombros, o convendría extender la terrible pelea. Y considerando como lo más
conveniente que el bravo escudero de Aquileo Pelida hiciera arredrar a los
teucros y a Héctor, armado de bronce, hacia la ciudad y quitara la vida a muchos
guerreros, comenzó por infundir timidez en Héctor, el cual subió al carro, se
puso en fuga y exhortó a los demás teucros a que huyeran, porque había conocido
hacia qué lado se inclinaba la balanza sagrada de Zeus. Tampoco los fuertes
licios osaron resistir, y huyeron todos al ver a su rey herido en el corazón y
echado en un montón de cadáveres, pues cayeron muchos hombres a su alrededor
cuando el Cronión avivó el duro combate. Los aqueos quitáronle a Sarpedón la
reluciente armadura de bronce y el esforzado hijo de Menetio la entregó a sus
compañeros para que la llevaran a las cóncavas naves. Y entonces Zeus, que
amontona las nubes, dijo a Apolo:
—¡Ea, querido Febo Apolo! Ve y después de sacar a Sarpedón de entre los dardos,
límpiale la negra sangre; condúcele a un sitio lejano y lávale en la corriente
de un río, úngele con ambrosía, ponle vestiduras divinas y entrégalo a los
veloces conductores y hermanos gemelos: el Hipno y la Muerte. Y éstos
transportándolo con presteza, lo dejarán en el rico pueblo de la vasta Licia.
Allí sus hermanos y amigos le harán exequias y le erigirán un túmulo y un cipo,
que tales son los honores debidos a los muertos.
Sarpedón llevado por Hipno ("Sueño") y Tánato ("Muerte"). Museo del Louvre
Sarpedón llevado por Hipno ("Sueño") y Tánato ("Muerte").
Así dijo, y Apolo no desobedeció a su padre. Descendió de los montes ideos a la terrible batalla y en seguida, levantó al divino Sarpedón de entre los dardos, y conduciéndole a un sitio lejano, lo lavó en la corriente de un río, ungiólo con ambrosía, púsole vestiduras divinas y entrególo a los veloces conductores y hermanos gemelos: el Hipno y la Muerte. Y éstos, transportándolo con presteza, lo dejaron en el rico pueblo de la vasta Licia.
Muerte de Patroclo a manos de Héctor
Muralla troyana. "Zanja de Schliemann"
Homero, Ilíada
XVI, 698 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Entonces los aqueos
habrían tomado a Troya, la de altas puertas, por las manos de Patroclo, que
manejaba con gran furia la lanza, si Febo Apolo no se hubiese colocado en la
bien construida torre para dañar a aquél y ayudar a los teucros. Tres veces
encaminóse Patroclo a un ángulo de la elevada muralla, tres veces rechazóle
Apolo, agitando con sus manos inmortales el refulgente escudo. Y cuando,
semejante a un dios, atacaba por cuarta vez, increpóle la deidad con aterradoras
voces:
—¡Retírate, Patroclo de jovial linaje! El hado no ha dispuesto que la ciudad de
los altivos troyanos sea destruida por tu lanza, ni por Aquileo, que tanto te
aventaja.
Así dijo, y Patroclo retrocedió un gran trecho, para no atraerse la cólera del
flechador Apolo.
v. 783 ss.
Patroclo acometió furioso a los teucros: tres veces los atacó cual otro Ares, dando horribles voces; tres veces mató nueve hombres. Y cuando, semejante a un dios, arremetiste, oh Patroclo, por cuarta vez, vióse claramente que ya llegabas al término de tu vida, pues el terrible Febo Apolo salió a tu encuentro en el duro combate. Mas Patroclo no vio al dios, el cual, cubierto por densa nube, atravesó la turba, se le puso detrás, y alargando la mano, le dio un golpe en la espalda y en los anchos hombros. Al punto los ojos del héroe sufrieron vértigos. Febo Apolo le quitó de la cabeza el casco con agujeros a guisa de ojos, que rodó con estrépito hasta los pies de los caballos; y el penacho se manchó de sangre y polvo. Jamás aquel casco, adornado con crines de caballo, se había manchado cayendo en el polvo, pues protegía la cabeza y hermosa frente del divino Aquileo. Entonces Zeus permitió también que lo llevara Héctor, porque ya la muerte se iba acercando a este caudillo. A Patroclo se le rompió en la mano la pica larga, ponderosa, grande, fornida, armada de bronce; el ancho escudo y su correa cayeron al suelo, y Apolo desató la coraza que aquél llevaba. El estupor se apoderó del espíritu del héroe, y sus hermosos miembros perdieron la fuerza. Patroclo se detuvo atónito, y entonces clavóle aguda lanza en la espalda entre los hombros el dárdano Euforbo Pantoida; el cual aventajaba a todos los de su edad en el manejo de la pica, en el arte de guiar un carro y en la veloz carrera, y la primera vez que se presentó con su carro para aprender a combatir, derribó a veinte guerreros de sus carros respectivos. Este fue, oh caballero Patroclo, el primero que contra ti despidió su lanza, pero aún no te hizo sucumbir. Euforbo arrancó la lanza de fresno; y retrocediendo, se mezcló con la turba, sin esperar a Patroclo, aunque le viera desarmado; mientras éste, vencido por el golpe del dios y la lanzada, retrocedía al grupo de sus compañeros para evitar la muerte.
Cuando Héctor advirtió
que el magnánimo Patroclo se alejaba y que lo habían herido con el agudo bronce,
fue en su seguimiento por entre las filas, y le envasó la lanza en la parte
inferior del vientre, que el hierro pasó de parte a parte; y el héroe cayó con
estrépito, causando gran aflicción al ejército aqueo. Como el león acosa en la
lucha al indómito jabalí cuando ambos pelean arrogantes en la cima de un monte
por un escaso manantial donde quieren beber, y el león vence con su fuerza al
jabalí, que respira anhelante; así Héctor Priámida privó de la vida, hiriéndole
con la lanza, al esforzado hijo de Menetio, que a tantos había dado muerte: Y
blasonando del triunfo, profirió estas aladas palabras:
—¡Patroclo! Sin duda esperabas destruir nuestra ciudad, hacer cautivas a las mujeres troyanas y llevártelas en los bajeles a tu patria. ¡Insensato! Los veloces caballos de Héctor vuelan al combate para defenderlas; y yo, que en manejar la pica sobresalgo entre los belicosos teucros, aparto de los míos el día de la servidumbre; mientras que a ti te comerán los buitres. ¡Ah infeliz! Ni Aquileo, con ser valiente, te ha socorrido. Cuando saliste de las naves, donde él se ha quedado, debió de hacerte muchas recomendaciones, y hablarte de este modo:
No vuelvas a las cóncavas naves, caballero Patroclo, antes de haber roto la coraza que envuelve el pecho de Héctor, teñida en sangre. Así te dijo, sin duda; y tú, oh necio, te dejaste persuadir.
"Hombre desnudo conocido como Patroclo", J.-L. David, 1780
Con lánguida voz le respondiste, caballero Patroclo:
— ¡Héctor! Jáctate ahora con altaneras palabras, ya que te han dado la victoria
Jove Cronión y Apolo; los cuales me vencieron fácilmente, quitándome la armadura
de los hombros. Si veinte guerreros como tú me hubiesen hecho frente, todos
habrían muerto vencidos por mi lanza. Matóme el hado funesto valiéndose de Leto
y de Euforbo entre los hombres; y tú llegas el tercero, para despojarme de las
armas. Otra cosa voy a decirte, que fijarás en la memoria. Tampoco tú has de
vivir largo tiempo, pues la muerte y el hado cruel se te acercan, y sucumbirás a
manos del eximio Aquileo, descendiente de Eaco.
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los
miembros y descendió al Hades, llorando su suerte porque dejaba un cuerpo
vigoroso y joven.
La lucha en torno al cadáver de Patroclo
Menelao sostiene el cadáver de Patroclo
Homero, Ilíada
XVII, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
No dejó de advertir el Atrida Menelao, caro a Ares, que Patroclo había sucumbido en la lid a manos de los teucros; y, armado de luciente bronce, se abrió camino por los combatientes delanteros y empezó a moverse en torno del cadáver para defenderlo. De la suerte que la vaca primeriza da vueltas alrededor de su becerrillo, mugiendo tiernamente, como no acostumbrada a parir; de la misma manera bullía el rubio Menelao cerca de Patroclo. Y colocándose delante del muerto, enhiesta la lanza y embrazado el escudo, aprestábase a matar a quien se le opusiera.
Tampoco
Euforbo, el hábil lancero hijo de Panto, se descuidó al ver en el suelo al
eximio Patroclo, sino que se detuvo a su vera y dijo a Menelao, caro a Ares:
—Menelao Atrida, alumno de Zeus, príncipe de hombres! Retírate, suelta el
cadáver y desampara estos sangrientos despojos; pues, en la reñida pelea,
ninguno de los troyanos ni de los auxiliares ilustres envasó su lanza a Patroclo
antes que yo lo hiciera. Déjame alcanzar inmensa gloria entre los teucros. No
sea que, hiriéndote, te quite la dulce vida.
Respondióle muy indignado el rubio Menelao:
— ¡Padre Zeus! No es bueno que nadie se vanaglorie con tanta soberbia. Ni la
pantera, ni el león, ni el dañino jabalí, que tienen gran ánimo en el pecho y
están orgullosos de su fuerza, se presentan tan osados como los hábiles lanceros
hijos de Panto. Pero el fuerte Hiperenor, domador de caballos, no siguió gozando
de su juventud cuando me aguardó, después de injuriarme diciendo que yo era el
más cobarde de los guerreros dánaos; y no creo que haya podido volver con sus
pies a la patria, para regocijar a su esposa y a sus venerandos padres. Del
mismo modo te quitaré la vida a ti, si osas afrontarme, y te aconsejo que
vuelvas a tu ejército y no te pongas delante; pues el necio sólo conoce el mal
cuando ha llegado.
v. 45 ss.
Menelao Atrida acometió, a su vez, con la pica, orando al padre Zeus; y al ir Euforbo a retroceder, se la clavó en la parte inferior de la garganta, empujó el asta con la robusta mano y la punta atravesó el delicado cuello. Euforbo cayó con estrépito, resonaron sus armas y se mancharon de sangre sus cabellos, semejantes a los de las Cárites, y los rizos, que llevaba sujetos con anillos de oro y plata. Cual frondoso olivo que, plantado por el labrador en un lugar solitario donde abunda el agua, crece hermoso, es mecido por vientos de toda clase y se cubre de blancas flores; y viniendo de repente el huracán, lo arranca de la tierra y lo tiende en el suelo; así Menelao Atrida dio muerte a Euforbo, hijo de Panto y hábil lancero, y en seguida comenzó a quitarle la armadura.
Lucha.Menelao y Héctor ante el cadáver de Euforbo.
Como un montaraz león, confiado en su fuerza, coge del rebaño que está paciendo la mejor vaca, le rompe la cerviz con los fuertes dientes, y despedazándola, traga la sangre y las entrañas; y así los perros como los pastores gritan mucho a su alrededor, pero de lejos, sin atreverse a ir contra la fiera porque el pálido temor los domina; de la misma manera ninguno tuvo ánimo para salir al encuentro del glorioso Menelao. Y el Atrida se habría llevado fácilmente las magníficas armas de Euforbo, si no lo hubiese impedido Febo Apolo...
v. 83 ss.
Héctor sintió profundo dolor en las negras entrañas, ojeó las hileras y vio en seguida al Atrida, que despojaba de la armadura a Euforbo, y a éste tendido en el suelo y vertiendo sangre por la herida. Acto continuo, armado como se hallaba de luciente bronce y dando agudos gritos, abrióse paso por los combatientes delanteros cual si fuese una llama inextinguible encendida por Hefesto...
Menelao dejó el cadáver y retrocedió, volviéndose de cuando en cuando. Como el melenudo león a quien alejan del establo los canes y los hombres con gritos y venablos, siente que el corazón audaz se le encoge y abandona de mala gana al redil; de la misma suerte apartábase de Patroclo el rubio Menelao; quien, al juntarse con sus amigos, se detuvo, volvió la cara a los teucros y buscó con los ojos al gran Ayante, hijo de Telamón. Pronto le distinguió a la izquierda de la batalla, donde animaba a sus compañeros y les incitaba a pelear, pues Febo Apolo les había infundido un gran terror. Corrió a encontrarle; y poniéndose a su lado, le dijo estas palabras:
—¡Ayante! Ven, amigo; apresurémonos a combatir por Patroclo muerto, y quizás podamos llevar a Aquileo el cadáver desnudo, pues las armas las tiene Héctor, de tremolante casco.
Así dijo; y conmovió el corazón del aguerrido Ayante que atravesó al momento las
primeras filas junto con el rubio Menelao. Héctor había despojado a Patroclo de
las magníficas armas y se lo llevaba arrastrado, para separarle con el agudo
bronce la cabeza de los hombros y entregar el cadáver a los perros de Troya.
Pero acercósele Ayante con su escudo como una torre; y Héctor, retrocediendo,
llegó al grupo de sus amigos, saltó al carro y entregó las magníficas armas a
los troyanos para que las llevaran a la ciudad, donde habían de proporcionarle
inmensa gloria. Ayante cubrió con su gran escudo al hijo de Menetio y se mantuvo
firme. Como el león anda en torno de sus cachorros cuando llevándolos por el
bosque le salen al encuentro los cazadores, y haciendo gala de su fuerza, baja
los párpados y cierra los ojos; de aquel modo corría Ayante alrededor del héroe
Patroclo. En la parte opuesta hallábase Menelao caro a Ares, en cuyo pecho el
dolor iba creciendo.
v. 188 ss.
Héctor, de tremolante casco, salió de la funesta lid, y corriendo con ligera planta, alcanzó pronto y no muy lejos a sus amigos, que llevaban hacia la ciudad las magníficas armas del hijo de Peleo. Allí, fuera del luctuoso combate, se detuvo y cambió de armadura: entregó la propia a los belicosos troyanos, para que la dejaran en la sacra Ilión, y vistió las armas divinas de Aquileo, que los dioses dieran a Peleo, y éste, ya anciano, cedió a su hijo quien no había de usarlas tanto tiempo que llevándolas llegara a la vejez.
Cuando Zeus, que
amontona las nubes, vio que Héctor vestía las armas del divino Pelida, moviendo
la cabeza, habló consigo mismo y dijo:
—¡Ah mísero! No piensas en la muerte, que ya se halla cerca de ti, y vistes las
armas divinas de un hombre valentísimo a quien todos temen. Has muerto a su
amigo, tan bueno como fuerte, y le has quitado ignominiosamente la armadura de
la cabeza y de los hombros. Mas todavía dejaré que alcances una gran victoria
como compensación de que Andrómaca no recibirá de tus manos, volviendo tú del
combate, las magníficas armas del hijo de Peleo.
Luchas en torno a los cadáveres de Patroclo y Héctor.
v.
274 ss.
En un principio,
los teucros rechazaron a los aqueos, de ojos vivos, y éstos, desamparando al
muerto, huyeron espantados. Y si bien los altivos teucros no consiguieron matar
con sus lanzas a ningún aquivo, como deseaban, empezaron a arrastrar el cadáver.
Poco tiempo debían los aqueos permanecer alejados de éste, pues los hizo volver
Ayante; el cual, así por su figura, como por sus obras, era el mejor de los
dánaos, después del eximio Pelida. Atravesó el héroe las primeras filas, y
parecido por su bravura al jabalí que en el monte dispersa fácilmente, dando
vueltas por los matorrales, a los perros y a los florecientes mancebos; de la
misma manera el esclarecido Ayante, hijo del ilustre Telamón, acometió y
dispersó las falanges de troyanos que se agitaban en torno de Patroclo con el
decidido propósito de llevarlo a la ciudad y alcanzar gloria.
v. 384 ss.
Todo el día sostuvieron
la gran contienda y el cruel combate. Cansados y sudosos tenían los pies, las
piernas y las rodillas, y manchados de polvo los ojos y las manos, cuantos
peleaban en torno del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros. Como un
hombre da a los obreros, para que la estiren, una piel grande de toro cubierta
de grasa; y ellos, cogiéndola, se distribuyen a su alrededor, y tirando todos
sale la humedad, penetra la grasa y la piel queda perfectamente extendida por
todos lados; de la misma manera, tiraban aquellos del cadáver acá y allá, en un
reducido espacio, y tenían grandes esperanzas de arrastrarlo los teucros hacia
Ilión, y los aqueos a las cóncavas naves. Un tumulto feroz se producía alrededor
del muerto; y ni Ares, que enardece a los guerreros, ni Atenea, por airada que
estuviera, habrían hallado nada que reprocharle, si lo hubiesen presenciado.
Tan funesto combate de hombres y caballos suscitó Zeus aquel día sobre el
cadáver de Patroclo. El divino Aquileo ignoraba aún la muerte del héroe, porque
la pelea se había empeñado lejos de las veleras naves, al pie del muro de Troya.
No se figuraba que hubiese muerto, sino que después de acercarse a las puertas
volvería vivo; porque tampoco esperaba que llegara a tomar la ciudad, ni solo ni
con él mismo. Así se lo había oído muchas veces a su madre cuando, hablándole
separadamente de los demás, le revelaba el pensamiento del gran Zeus. Pero
entonces la diosa no le anunció la gran desgracia que acababa de ocurrir: la
muerte del compañero a quien más amaba.
Los caballos de Aquiles
Automedonte y los caballos de Aquiles. Arrowood 2000 after Henri Regnault 1868
Homero, Ilíada
XVII, 426 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Los corceles de Aquileo
lloraban, fuera del campo de la batalla, desde que supieron que su auriga había
sido postrado en el polvo por Héctor, matador de hombres. Por más que
Automedonte, hijo valiente de Diores, los aguijaba con el flexible látigo y les
dirigía palabras, ya suaves, ya amenazadoras; ni querían volver atrás, a las
naves y al vasto
Helesponto, ni
encaminarse hacia los aqueos que estaban peleando. Como la columna se mantiene
firme sobre el túmulo de un varón difunto o de una matrona, tan inmóviles
permanecían aquellos con el magnífico carro. Inclinaban la cabeza al suelo; de
sus párpados se desprendían ardientes lágrimas con que
lloraban la pérdida del
auriga, y las lozanas crines estaban manchadas y caídas a ambos lados del yugo.
Al verlos llorar, el Cronión se compadeció de ellos, movió la cabeza, y hablando
consigo mismo, dijo:
—¡Ah infelices! ¿Por qué os entregamos al rey Peleo, a un mortal, estando
vosotros exentos de la vejez y de la muerte? ¿Acaso para que, tuvieseis penas
entre los míseros mortales? Porque no hay un ser más desgraciado que el hombre,
entre cuantos respiran y se mueven sobre la tierra. Héctor Priámida no será
llevado por vosotros en el hermoso carro; no lo permitiré. ¿Por ventura no es
bastante que se haya apoderado de las armas y se gloríe de esta manera? Daré
fuerza a vuestras rodillas y a vuestro espíritu, para que llevéis salvo a
Automedonte desde la batalla a las cóncavas naves; y concederé gloria a los
teucros, los cuales seguirán matando hasta que lleguen a las naves de muchos
bancos, se ponga el sol y la sagrada oscuridad sobrevenga.
Prosigue la lucha por el cadáver de Patroclo. Incluso los dioses toman partido.
Homero, Ilíada
XVII, 543 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
De nuevo se trabó una pelea encarnizada, funesta, luctuosa, en torno de Patroclo. Excitó la lid Atenea, que vino del cielo, enviada a socorrer a los dánaos por el longividente Zeus, cuya mente había cambiado. De la suerte que Zeus tiende en el cielo el purpúreo arco iris, como señal de una guerra o de un invierno tan frío que obliga a suspender las labores del campo y entristece a los rebaños; de este modo la diosa, envuelta en purpúrea nube, penetró por las tropas aqueas y animó a cada guerrero.
...Entonces el Cronión
tomó la esplendorosa égida, floqueada, cubrió de nubes el
Ida, relampagueó y tronó
fuertemente, agitó la égida, y dio la victoria a los teucros, poniendo en fuga a
los aqueos.
Los héroes transportan el cadáver de Patroclo despojado de las armas
v. 706 ss.
Menelao... volviendo a
la carrera hacia el cadáver de Patroclo, se detuvo junto a los Ayaces, y les
dijo:
—Ya he enviado a aquél a las veleras naves, para que se presente a Aquileo, el
de los pies ligeros; pero no creo que Aquileo venga en seguida, por más airado
que esté con el divino Héctor, porque sin armas no podrá combatir con los
troyanos. Pensemos nosotros mismos como nos será más fácil sacar el cadáver y
librarnos, en la lucha con los teucros, de la muerte y el destino.
Respondióle el gran Ayante: Telamonio:
— Oportuno es cuanto dijiste, ínclito Menelao. Tú y Meriones introducíos
prontamente, levantad el cadáver y sacadlo de la lid. Y nosotros dos, que
tenemos igual ánimo, llevamos el mismo nombre y siempre hemos sostenido juntos
el vivo combate, os seguiremos peleando a vuestra espalda con los teucros y el
divino Héctor.
Así dijo. Aquellos cogieron al muerto y alzáronlo muy alto; y gritó el ejército
teucro al ver que los aqueos levantaban el cadáver. Arremetieron los teucros
como los perros que, adelantándose a los jóvenes cazadores, persiguen al jabalí
herido: así como éstos corren detrás del jabalí y anhelan despedazarle, pero
cuando el animal, fiado en su fuerza, se vuelve, retroceden y espantados se
dispersan; del mismo modo, los teucros seguían en tropel y herían a los aqueos
con las espadas y lanzas de doble filo, pero cuando los Ayaces volvieron la cara
y se detuvieron, a todos se les mudó el color del semblante y ninguno osó
adelantarse para disputarles el cadáver.
El dolor de Aquiles
Homero, Ilíada
XVIII, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Mientras los
teucros y los aqueos combatían con el ardor de abrasadora llama, Antíloco,
mensajero de veloces pies, fue en busca de Aquileo. Hallóle junto a las naves,
de altas popas, y ya el héroe presentía lo ocurrido; pues, gimiendo, a su
magnánimo espíritu así le hablaba:
—¡Ay de mí! ¿Por que los
aqueos, de larga
cabellera, vuelven a ser derrotados y corren aturdidos por la llanura con
dirección a las naves? Temo que los dioses me hayan causado la desgracia cruel
para mi corazón, que me anunció mi madre diciendo que el más valiente de los
mirmidones dejaría de ver la luz del sol, a manos de los teucros, antes de que
yo falleciera. Sin duda ha muerto el esforzado hijo de Menetio. ¡Infeliz! Yo le
mandé que tan pronto como apartase el fuego enemigo, regresara a los bajeles y
no quisiera pelear valerosamente con Héctor.
Mientras tales pensamiento, revolvía en su mente y en su corazón, llegó el hijo
del ilustre Néstor; y derramando ardientes lágrimas, dióle la triste noticia:
—¡Ay de mí, hijo del aguerrido Peleo! Sabrás una infausta nueva, una cosa que no
hubiera de haber ocurrido. Patroclo yace en el suelo, y teucros y aqueos
combaten en torno del cadáver desnudo, pues Héctor, el de tremolante casco,
tiene la armadura.
Así dijo, y negra nube de pesar envolvió a Aquileo. El héroe cogió ceniza con
ambas manos y derramándola sobre su cabeza, afeó el gracioso rostro y manchó la
divina túnica; después se tendió en el polvo, ocupando un gran espacio, y con
las manos se arrancaba los cabellos. Las esclavas que Aquileo y Patroclo
cautivaran, salieron afligidas; y dando agudos gritos, rodearon a Aquileo; todas
se golpeaban el pecho y sentían desfallecer sus miembros. Antíloco también se
lamentaba, vertía lágrimas y tenía de las manos a Aquileo, cuyo gran corazón
deshacíase en suspiros, por el temor de que se cortase la garganta con el
hierro. Dio Aquileo un horrendo gemido; oyóle su veneranda madre, que se hallaba
en el fondo del mar, junto al padre anciano, y prorrumpió en sollozos, y cuantas
diosas nereidas había en aquellas profundidades, todas se congregaron a su
alrededor.
v. 50 ss.
La blanquecina gruta se
llenó de ninfas, y todas se golpeaban el pecho. Y Tetis, dando principio a los
lamentos, exclamó:
—Oíd, hermanas nereidas, para que sepáis cuantas penas sufre mi corazón. ¡Ay de
mí, desgraciada! ¡Ay de mí, madre infeliz de un valiente! Parí un hijo ilustre,
fuerte e insigne entre los héroes, que creció semejante a un árbol; le crié como
a una planta en terreno fértil y lo mandé a
Ilión en las corvas naves
para que combatiera con los teucros, y ya no le recibiré otra vez, porque no
volverá a mi casa, a la mansión de Peleo. Mientras vive y ve la luz del sol está
angustiado, y no puedo, aunque a él me acerque, llevarle socorro. Iré a verle y
me dirá qué pesar le aflige ahora que no interviene en las batallas.
Dijo, y salió de la gruta; las nereidas la acompañaron llorosas, y las olas del
mar se rompían en torno de ellas. Cuando llegaron a la fértil Troya, subieron
todas a la playa donde las muchas naves de los mirmidones habían sido colocadas
a ambos lados de la del veloz Aquileo. La veneranda madre se acercó al héroe,
que suspiraba profundamente; y rompiendo el aire con agudos clamores abrazóle la
cabeza, y en tono lastimero pronunció estas aladas palabras:
—¡Hijo! ¿Porqué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Habla; no me lo
ocultes. Zeus ha cumplido lo que tú, levantando las manos, le pediste: que los
aqueos fueran acorralados junto a los navíos, y padecieran vergonzosos
desastres.
Aquiles y Tetis
Exhalando profundos suspiros, contestó Aquileo, el de los pies ligeros:
—¡Madre mía! El Olímpico, efectivamente, lo ha cumplido, pero ¿qué placer puede
producirme, habiendo muerto Patroclo, el fiel amigo a quien apreciaba sobre
todos los compañeros y tanto como a mi propia cabeza? Lo he perdido, y Héctor,
después de matarlo, le despojó de las armas prodigiosas, admirables, magníficas,
que los dioses regalaron a Peleo, como espléndido presente, el día en que te
colocaron en el tálamo de un hombre mortal. Ojalá hubieras seguido habitando en
el mar con las inmortales ninfas, y Peleo hubiese tomado esposa mortal. Mas no
sucedió así, para que sea inmenso el dolor de tu alma cuando muera tu hijo, a
quien ya no recibirás en tu casa, de vuelta de Troya; pues mi ánimo no me incita
a vivir, ni a permanecer entre los hombres, si Héctor no pierde la vida,
atravesado por mi lanza, y recibe de este modo la condigna pena por la muerte de
Patroclo Menetíada.
v. 114 ss.
Iré a buscar al matador
del amigo querido, a Héctor; y sufriré la muerte cuando lo dispongan Zeus y los
demás dioses inmortales. Pues ni el fornido Heracles pudo librarse de ella, con
ser carísimo al soberano Jove Cronión, sino que el hado y la cólera funesta de
Hera le hicieron sucumbir. Así yo, si he de tener igual suerte, yaceré en la
tumba cuando muera; mas ahora ganaré gloria, fama y haré que algunas de las
matronas troyanas o dardanias, de profundo seno, den fuertes suspiros y con
ambas manos se enjuguen las lágrimas de sus tiernas mejillas. Conozcan que hace
días que me abstengo de combatir. Y tú, aunque me ames, no me prohíbas que
pelee, pues no lograrás persuadirme.
Respondióle Tetis, la de los argentados pies:
— Sí, hijo, es justo, y no puede reprobarse que libres a los afligidos
compañeros de una muerte terrible; pero tu magnífica armadura de luciente bronce
la tienen los teucros, y Héctor, el de tremolante casco, se vanagloria de cubrir
con ella sus hombros. Con todo eso, me figuro que no durará mucho su jactancia,
pues ya la muerte se le avecina. Tú no entres en combate hasta que con tus ojos
me veas volver, y mañana al romper el alba, vendré a traerte una hermosa
armadura fabricada por Hefesto.
Tetis pide armas a Hefesto para Aquiles
Tetis recibe la armadura de Hefesto
Homero, Ilíada
XVIII, 369 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Tetis, la de los argentados pies, llegó al palacio imperecedero de Hefesto....
Después que construyó el grande y fuerte escudo, hizo para Aquileo una coraza más reluciente que el resplandor del fuego; un sólido casco, hermoso, labrado, de áurea cimera, que a sus sienes se adaptara, y unas grebas de dúctil estaño. Cuando el ilustre Cojo de ambos pies hubo fabricado las armas, entrególas a la madre de Aquileo. Y Tetis saltó, como un gavilán, desde el nevado Olimpo, llevando la reluciente armadura que Hefesto había construido.
Nereidas llevan las armas de Aquiles
Homero, Ilíada
XIX, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Eos, de azafranado velo, se levantaba de la corriente del Océano para llevar la luz a los dioses y a los hombres, cuando Tetis llegó a las naves con la armadura que Hefesto le entregara. Halló al hijo querido reclinado sobre el cadáver de Patroclo, llorando ruidosamente, y en torno suyo a muchos amigos que derramaban lágrimas. La divina entre las diosas se puso en medio, asió la mano de Aquileo, y hablóle de este modo:
—¡Hijo mío! Aunque estamos afligidos, dejemos que ése yazga, ya que sucumbió por la voluntad de los dioses; y tú recibe la armadura fabricada por Hefesto, tan excelente y bella como jamás varón alguno la haya llevado para proteger sus hombros.
Tetis entrega la armadura a Aquiles
La diosa,
apenas acabó de hablar, colocó en el suelo delante de Aquileo las labradas
armas, y éstas resonaron. A todos los mirmidones les sobrevino temblor, y sin
atreverse a mirarlas de frente, huyeron espantados. Mas Aquileo, así que las
vio, sintió que se le recrudecía la cólera; los ojos le centellearon
terriblemente, como una llama, debajo de los párpados; y el héroe se gozaba
teniendo en las manos el espléndido presente de la deidad. Y cuando hubo
deleitado su ánimo con la contemplación de la labrada armadura, dirigió a su
madre estas aladas palabras:
—¡Madre mía! El dios te ha dado unas armas como es natural que sean las obras de
los inmortales y como ningún hombre mortal las hiciera. Ahora me armaré, pero
temo que en el entretanto penetren las moscas por las heridas que el bronce
causó al esforzado hijo de Menetio, engendren gusanos, desfiguren el cuerpo
—pues le falta la vida— y corrompan todo el cadáver.
Respondióle Tetis, la
diosa de los argentados pies:
— Hijo, no te preocupe el ánimo tal pensamiento. Yo procuraré apartar los
importunos enjambres de moscas, que se ceban en la carne de los varones muertes
en la guerra. Y aunque estuviera tendido un año entero, su cuerpo se conservaría
igual o mas fresco que ahora. Tú convoca a junta a los héroes
aqueos, renuncia a la
cólera contra Agamemnón, pastor de pueblos, ármate en seguida para el combate y
revístete de valor.
Dicho esto, infundióle fortaleza y audacia, y echó unas gotas de ambrosía y rojo
néctar en la nariz de Patroclo, para que el cuerpo se hiciera incorruptible.
Homero, Ilíada
XIX, 364 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Armábase entre éstos el
divino Aquileo: rechinándole los dientes, con los ojos centelleantes como
encendida llama y el corazón traspasado por insoportable dolor, lleno de ira
contra los teucros, vestía el héroe la armadura regalo del dios Hefesto, que la
había fabricado. Púsose en las piernas elegantes grebas ajustadas con broches de
plata: protegió su pecho con la coraza; colgó del hombro una espada de bronce
guarnecida con argénteos clavos, y embrazó el grande y fuerte escudo, cuyo
resplandor semejaba desde lejos al de la Luna. Como aparece el fuego encendido
en sitio solitario de la cumbre de un monte a los navegantes que vagan por el
mar, abundante en peces, porque las tempestades los alejaron de sus amigos; de
la misma manera, el resplandor del hermoso y labrado escudo de Aquileo llegaba
al éter. Cubrió después la cabeza con el fornido yelmo que brillaba como un
astro; y a su alrededor ondearon las áureas y espesas crines que Hefesto había
colocado en la cimera. El divino Aquileo probó si la armadura se le ajustaba, y
si, llevándola puesta, movía con facilidad los miembros; y las armas vinieron a
ser como alas que levantaban al pastor de hombres. Sacó del estuche la lanza
paterna, ponderosa, grande y robusta que, entre todos los aqueos, solamente él
podía manejar: había sido cortada de un fresno de la cumbre del Pelión y
regalada por Quirón al padre de Aquileo para que con ella matara héroes. En
tanto, Automedonte y Alcimo se ocupaban en uncir los caballos: sujetáronlos con
hermosas correas, les pusieron el freno en la boca y tendieron las riendas hacia
atrás, atándolas a la fuerte silla. Sin dilación cogió Automedonte el magnífico
látigo y saltó al carro. Aquileo, cuya armadura relucía el como el fúlgido Sol,
subió también y exhortó con horribles voces a los
caballos de su padre:
Caballos de Aquiles por Van Dyck. National Gallery, London
—¡Janto y Balio,
ilustres hijos de Podarga! Cuidad de traer salvo al campamento de los dánaos al
que hoy os guía; y no lo dejéis muerto en la liza como a Patroclo.
Y Janto, el corcel de ligeros pies, bajó la cabeza —sus crines, cayendo en torno
de la extremidad del yugo, llegaban al suelo—, y habiéndole
dotado de voz Hera,
la diosa de los níveos brazos, respondió de esta manera:
—Hoy te salvaremos aún, impetuoso Aquileo; pero está cercano el día de tu
muerte, y los culpables no seremos nosotros, sino un dios poderoso y el hado
cruel. No fue por nuestra lentitud ni por nuestra pereza por lo que los teucros
quitaron la armadura de los hombros de Patroclo; sino que el dios fortísimo, a
quien parió Leto, la de hermosa cabellera, matóle entre los combatientes
delanteros y dio gloria a Héctor. Nosotros correríamos tan veloces como el soplo
del Céfiro, que es tenido por el más rápido. Pero también tú estás destinado a
sucumbir a manos de un dios y de un mortal.
Dichas estas palabras, las Erinies le cortaron la voz. Y muy indignado, Aquileo,
el de los pies ligeros, así le habló:
—¡Janto! ¿Por qué me vaticinas la muerte? Ninguna necesidad tienes de hacerlo.
Ya sé que mi destino es perecer aquí, lejos de mi padre y de mi madre; mas con
todo eso, no he de descansar hasta que harte de combate a los teucros.
Aquiles frente a Héctor. Muerte de Héctor
Muralla troyana. Puerta Principal
Homero, Ilíada
XXII, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Los teucros, refugiados en la ciudad como cervatos, se recostaban en los hermosos baluartes, refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto, los aqueos se iban acercando a la muralla, protegiendo sus hombros con los escudos. El hado funesto sólo detuvo a Héctor para que se quedara fuera de Ilión, en las puertas Esceas.
v. 90 ss.
De esta manera Príamo y
Hécuba hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole muchas súplicas, sin que
lograsen persuadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquileo, que ya se
acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo comido hierbas venenosas, espera
ante su guarida a un hombre y con feroz cólera echa terribles miradas y se
enrosca en la entrada de la cueva; así Héctor, con inextinguible valor,
permanecía quieto, desde que arrimó el terso escudo a la torre prominente. Y
gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía:
—¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme
reproches será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la
ciudad la noche en que Aquileo decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé
persuadir —mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo—, y ahora que he causado
la ruina del ejército con mi imprudencia, temo a los troyanos y a las troyanas,
de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame:
Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas. Así hablarán; y preferible fuera
volver a la población después de matar a Aquileo, o morir gloriosamente ante la
misma. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y
apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro de Aquileo, le dijera que
permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a
Ilión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le
ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más
tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos
lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad? ... Mas ¿por qué
en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin
tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto
como dejara las armas. Imposible es conversar con él desde lo alto de una encina
o de una roca, como un mancebo y una doncella: sí, como un mancebo y una
doncella suelen conversar. Mejor será empezar el combate, para que veamos pronto
a quién el Olímpico concede la victoria.
Camino de piedra en la muralla troyana
Tales pensamientos revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le acercó Aquileo, cual si fuese Ares, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del Pelión sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce, que brillaba como el resplandor del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verle, se echó a temblar y ya no pudo permanecer allí, sino que dejó las puertas y huyó espantado. Y el Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimiento del mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más ligera, se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma: ésta huye con tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo le incita a cogerla: así Aquileo volaba enardecido y Héctor movía las ligeras rodillas huyendo azorado en torno de la muralla de Troya. Corrían siempre por la carretera, fuera del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el lugar ventoso donde estaba el cabrahigo, y llegaron a los dos cristalinos manantiales, que son las fuentes del Janto voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el verano como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndole: delante, un valiente huía, pero otro más fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda no era sobre una víctima o una piel de buey, premios que suelen darse a los vencedores en la carrera, sino sobre la vida de Héctor, domador de caballos. Como los solípedos corceles que toman parte en los juegos en honor de un difunto, corren velozmente en torno de la meta donde se ha colocado como premio importante un trípode o una mujer; de semejante modo, aquéllos dieron tres veces la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas las deidades los contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses, comenzó a decir:
Signo de Libra. Miniatura del "Libro de la Felicidad"
—¡Oh dioses! Con mis
ojos veo a un caro varón perseguido en torno del muro. Mi corazón se compadece
de Héctor que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio en las cumbres del
Ida, en valles abundoso,
y en la ciudadela de Troya; y ahora el divino Aquileo le persigue con sus
ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Ea, deliberad, oh dioses, y
decidid si le salvaremos de la muerte o dejaremos que, a pesar de ser esforzado,
sucumba a manos del Pelida Aquileo.
Respondióle Atenea, la diosa de los brillantes ojos:
— ¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste?
¿De nuevo quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien
tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo
aprobaremos.
Contestó Zeus, que amontona las nubes:
—Tranquilízate, Tritogenea, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero
contigo quiero ser complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas.
v. 205 ss.
El divino Aquileo hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la gloria de herir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes —la de Aquileo y la de Héctor domador de caballos— para saber a quién estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor que descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de los brillantes ojos se acercó al Pelida, y le dijo estas aladas palabras:
Espero, oh esclarecido Aquileo, caro a Zeus, que nosotros dos proporcionaremos a
los aqueos inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor,
aunque sea infatigable en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas
que haga el flechador Apolo, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la
égida. Párate y respira; e iré a persuadir a Héctor para que luche contigo
frente a frente.
Atenea defiende a Aquiles frente a Héctor, apoyado por Apolo
v. 247 ss.
Así diciendo, Atenea,
para engañarle, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a
frente, dijo el primero el gran Héctor, de tremolante casco:
—No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la
vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a
esperar tu acometida. Mas ya mi ánimo me impele a afrontarte ora te mate, ora me
mates tu. Ea pongamos a los dioses por testigos, que serán los mejores y los que
más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente,
si Zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te
haya despojado de las magníficas armas, oh Aquileo, entregaré el cadáver a los
aqueos. Obra tú conmigo de la misma manera.
Mirándole con torva faz, respondió Aquileo, el de los pies ligeros:
— ¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es
posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de
acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse
daño unos a otros; tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos,
hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable
combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso
obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea
te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores
de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.
En
diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al
verla venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse aquella en el suelo, y
Palas Atenea la arrancó y devolvió a Aquileo, sin que Héctor, pastor de hombres,
lo advirtiese. Y Héctor dijo al eximio Pelida:
—¡Erraste el golpe, deiforme Aquileo! Nada te había revelado Zeus acerca de mi
destino como afirmabas: has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para
que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la
pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente
a frente te acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea
lanza. ¡Ojalá que todo su hierro se escondiera en tu cuerpo! La guerra sería más
liviana para los teucros si tú murieses, porque eres su mayor azote.
Así habló; y blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro; pues dio
un bote en el escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y
Héctor se irritó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su
brazo; paróse, bajando la cabeza pues no tenía otra lanza de fresno y con recia
voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y le pidió una larga pica. Deífobo
ya no estaba a su vera. Entonces Héctor comprendiólo todo, y exclamó:
—¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba
conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo
la perniciosa muerte, que ni tardará ni puedo evitarla. Así les habrá placido
que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el Flechador; los cuales,
benévolos para conmigo, me salvaban de los peligros. Cumplióse mi destino. Pero
no quisiera morir cobardemente y sin gloria; sino realizando algo grande que
llegara a conocimiento de los venideros.
Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba al costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor blandiendo la aguda espada.
Aquiles frente a Héctor
Aquileo embistióle, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto colocara en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche; de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquileo, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Este lo tenía protegido por la excelente armadura que quitó a Patroclo después de matarle, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta, que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí el divino Aquileo envasóle la pica a Héctor, que ya le atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce hacia ponderosa, para que pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquileo se jactó del triunfo, diciendo:
—¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
Aquiles frente a Héctor. Rubens
Con lánguida voz
respondióle Héctor, el de tremolante casco:
—Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que
los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y
el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los
míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo
pongan en la pira.
Mirándole con torva faz, le contestó Aquileo, el de los pies ligeros:
—No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y
el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales
agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque
me den diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo
Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni aun así, la veneranda madre que te
dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de
rapiña destrozarán tu cuerpo.
Contestó, ya moribundo,
Héctor, el de tremolante casco:
— ¡Bien te conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el
pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los
dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te harán
perecer, no obstante tu valor,
en las puertas Esceas.
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los
miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo
vigoroso y joven. Y el divino Aquileo le dijo, aunque muerto le viera:
—¡Muere! Y yo perderé la vida cuando Zeus y los demás dioses inmortales
dispongan que se cumpla mi destino.
El duelo por Patroclo. Funerales
G. Hamilton (1760-63) "Aquiles
lamenta la muerte de Patroclo".
National Gallery, London
Homero, Ilíada
XXIII, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Así gemían los teucros en la ciudad. Los aqueos, una vez llegados a las naves y al Helesponto, se fueron a sus respectivos bajeles. Pero a los mirmidones no les permitió Aquileo que se dispersaran...
v. 19 ss.
—¡Alégrate, oh Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya voy a cumplirte cuanto te prometiera: he traído arrastrando el cadáver de Héctor, que entregaré a los perros para que lo despedacen cruelmente; y degollaré ante tu pira a doce hijos de troyanos ilustres por la cólera que me causó tu muerte.
Paris, École Nationale Supérieure des Beaux-Arts
Dijo y para tratar ignominiosamente al divino Héctor, lo tendió boca abajo en el polvo, cabe al lecho del hijo de Menetio. Quitáronse todos la luciente armadura de bronce, desuncieron los corceles, de sonoros relinchos, y sentáronse en gran número cerca de la nave de Eácida, el de los pies ligeros, que les dio un banquete funeral espléndido. Muchos bueyes blancos, ovejas y balantes cabras palpitaban al ser degollados con el hierro; gran copia de grasos puercos, de albos dientes, se asaban, extendidos sobre las brasas; y en torno del cadáver la sangre corría en abundancia por todas partes.
Los reyes aqueos llevaron al Pelida, de pies ligeros, que tenía el corazón
afligido por la muerte del compañero, a la tienda de Agamemnón Atrida, después
de persuadirle con mucho trabajo; ya en ella, mandaron a los heraldos, de voz
sonora, que pusieran al fuego un gran trípode por si lograban que aquél se
lavase las manchas de sangre y polvo. Pero Aquileo se negó obstinadamente, e
hizo, además, un juramento:
—¡No, por Zeus, que es el supremo y más poderoso de los dioses! No es justo que el baño moje mi cabeza hasta que ponga a Patroclo en la pira, le erija un túmulo y me corte la cabellera; porque un pesar tan grande jamás, en la vida, volverá a sentirlo mi corazón. Ahora celebremos el triste banquete; y cuando se descubra la aurora, manda, oh rey de hombres Agamemnón, que traigan leña y la coloquen como conviene a un muerto que baja a la región sombría, para que pronto el fuego infatigable consuma y haga desaparecer de nuestra vista el cadáver de Patroclo, y los guerreros vuelvan a sus ocupaciones.
Príamo rescata el cadáver de Héctor
Aquiles arrastra el cadáver de Héctor
Homero, Ilíada
XXIV, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Disolvióse la junta, y los guerreros se dispersaron por las naves, tomaron la cena y se regalaron con el dulce sueño. Aquileo lloraba, acordándose del compañero querido, sin que el sueño que todo lo rinde, pudiera vencerle: daba vueltas acá y allá, y con amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, lo que de mancomún con él llevara al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, ora combatiendo con los hombres, ora surcan do las temibles ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas, ya se echaba de lado, ya de espaldas, ya de pechos; y al fin, levantándose, vagaba triste por la playa. Nunca le pasaba inadvertido el despuntar de Eos sobre el mar y sus riberas; entonces uncía al carro los ligeros corceles, y atando al mismo el cadáver de Héctor, lo arrastraba hasta dar tres vueltas al túmulo del difunto Menetíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda, y dejaba el cadáver tendido de cara al polvo. Mas Apolo, apiadándose del varón aun después de muerto, le libraba de toda injuria y lo protegía contra la égida de oro para que Aquileo no lacerase el cuerpo mientras lo arrastraba. De tal manera Aquileo, enojado, insultaba al divino Héctor.
Compadecidos de éste los bienaventurados dioses, instigaban al vigilante Argifontes a que hurtase el cadáver. A todos les placía tal propósito, menos a Hera, a Poseidón y a la virgen de los brillantes ojos, que odiaban como antes a la sagrada Ilió, a Príamo y a su pueblo por la injuria que Alejandro infiriera a las diosas cuando fueron a su cabaña y declaró vencedora a la que le había ofrecido funesta liviandad.
Escena con los funerales de Patroclo. En la esquina inferior izquierda Aquiles arrastra el cadáver de Héctor
Cuando desde el día de la muerte de Héctor llegó la duodécima aurora, Febo Apolo dijo a los inmortales:
—Sois, oh dioses, crueles y maléficos. ¿Acaso Héctor no quemaba en honor vuestro
muslos de bueyes y cabras escogidas? Ahora, que ha perecido, no os atrevéis a
salvar el cadáver y ponerlo a la vista de su esposa, de su madre, de su hijo, de
su padre Príamo y del pueblo, que al momento lo entregarían a las llamas y le
harían honras fúnebres; por el contrario, oh dioses, queréis favorecer al
pernicioso Aquileo, el cual concibe pensamientos no razonables, tiene en su
pecho un ánimo inflexible y medita cosas feroces, como un león que dejándose
llevar por su gran fuerza y espíritu soberbio, se encamina a los rebaños de los
hombres para aderezarse un festín: de igual modo perdió Aquileo la piedad y ni
siquiera conserva el pudor que tanto favorece o daña a los varones. Aquel a
quien se le muere un ser amado, como el hermano carnal o el hijo, al fin cesa de
llorar y lamentarse; porque las Moiras dieron al hombre un corazón paciente. Mas
Aquileo, después que quitó al divino Héctor la dulce vida, ata el cadáver al
carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su compañero querido; y esto ni a
aquél le aprovecha, ni es decoroso. Tema que nos irritemos contra él, aunque sea
valiente, porque enfureciéndose insulta a lo que tan sólo es ya insensible
tierra.
Bodas de Tetis y Peleo por Wtewael
Respondióle
irritada Hera, la de los níveos brazos:
—Sería como dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aquileo y a Héctor los
tuvieráis en igual estima. Pero Héctor fue mortal y dióle el pecho una mujer;
mientras que Aquileo es hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y
casé luego con Peleo, varón cordialmente amado por los inmortales. Todos los
dioses presenciasteis la
boda; y tú pulsaste la cítara y con los demás
tuviste parte en el festín, ¡oh amigo de los malos, siempre pérfido!
Replicó
Zeus, que amontona las nubes:
—¡Hera! No te irrites tanto contra las deidades. No será el mismo el aprecio en
que los tengamos; pero Héctor era para los dioses, y también para mí, el más
querido de cuantos mortales viven en Ilión, porque nunca se olvidó de dedicarnos
agradables ofrendas. Jamás mi altar careció ni de libaciones ni de víctimas, que
tales son los honores que se nos deben. Desechemos la idea de robar el cuerpo
del audaz Héctor; es imposible que se haga a hurto de Aquileo, porque siempre,
de noche y de día, le acompaña su madre. Mas si alguno de los dioses llamase a
Tetis, yo le diría a ésta lo que fuera oportuno para que Aquileo, recibiendo los
dones de Príamo, restituyese el cadáver de Héctor.
Tetis montada sobre un Hipocampo
Homero, Ilíada
XXIV, 120 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
...Tetis, la diosa de los argentados pies, no fue desobediente. Bajando en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo llegó a la tienda de su hijo: éste gemía sin cesar, y sus compañeros se ocupaban diligentemente en preparar la comida, habiendo inmolado una gran de y lanuda oveja. La veneranda madre se sentó muy cerca del héroe, le acarició con la mano y hablóle en estos términos:
—¡Hijo mío! ¿Hasta
cuándo dejarás que el llanto y la tristeza roan tu corazón, sin acordarte ni de
la comida ni del concúbito? Bueno es que goces del amor con una mujer, pues ya
no vivirás mucho tiempo: la muerte y el hado cruel se te avecinan. Y ahora
préstame atención, pues vengo como mensajera de Zeus. Dice que los dioses están
muy irritados contra ti, y él más indignado que ninguno de los inmortales,
porque enfureciéndote retienes a Héctor en las corvas naves y no permites que lo
rediman. Ea, entrega el cadáver y acepta su rescate.
Respondióle Aquileo, el de los pies ligeros:
— Sea así. Quien traiga el rescate se lleve el muerto; ya que, con ánimo
benévolo, el mismo Olímpico lo ha dispuesto.
De este modo, dentro del recinto de las naves, pasaban de madre a hijo muchas aladas palabras. Y en tanto, el Cronión envió a Iris a la sagrada Ilión:
—¡Anda, ve, rápida Iris! Deja tu asiento del Olimpo, entra en Ilión y di al
magnánimo Príamo que se encamine a las naves de los aqueos y rescate al hijo,
llevando a Aquileo dones que aplaquen su enojo; vaya solo y ningún troyano se le
junte. Acompáñele un heraldo más viejo que él, para que guíe los mulos y el
carro de hermosas ruedas y conduzca luego a la población el cadáver de aquel a
quien mató el divino Aquileo. Ni la idea de la muerte ni otro temor alguno
conturbe su ánimo, pues le daremos por guía al Argifontes, el cual le llevara
hasta muy cerca de Aquileo. Y cuando haya entrado en la tienda del héroe, éste
no le matará, e impedirá que los demás lo hagan. Pues Aquileo no es insensato,
ni temerario, ni perverso; y tendrá buen cuidado de respetar a un suplicante.
Homero, Ilíada
XXIV, 217 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Contestó (a su esposa
Hécuba) el anciano Príamo , semejante a un dios:
— No te opongas a mi resolución, ni seas para mí un ave de mal agüero en el
palacio. No me persuadirás. Si me diese la orden uno de los que en la tierra
viven, aunque fuera adivino, arúspice o sacerdote, la creeríamos falsa y
desconfiaríamos aún más; pero ahora, como yo mismo he oído a la diosa y la he
visto delante de mí, iré y no serán ineficaces sus palabras. Y si mi destino es
morir en las naves de los aqueos de broncíneas túnicas, lo acepto: que me mate
Aquileo tan luego como abrace a mi hijo y satisfaga el deseo de llorarle.
Dijo; y levantando las hermosas tapas de las arcas, cogió doce magníficos peplos, doce mantos sencillos, doce tapetes, doce bellos palios y otras tantas túnicas. Pesó luego diez talentos de oro. Y por fin sacó dos trípodes relucientes, cuatro calderas y una magnífica copa que los tracios le dieron cuando fue, como embajador, a su país, y era un soberbio regalo; pues el anciano no quiso dejarla en el palacio a causa del vehemente deseo que tenía de rescatar a su hijo.
Príamo seguido de servidores portando presentes se acerca a Aquiles, debajo del lecho yace el cadáver de Héctor
Homero, Ilíada
XXIV, 248 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Estos salieron,
apremiados por el anciano. Y en seguida Príamo reprendió a sus hijos Heleno,
Paris, Agatón divino, Pamón, Antífono, Polites, valiente en la pelea, Deífobo,
Hipótoo y el fuerte Dio: a los nueve los increpó y dio órdenes, diciendo:
—¡Daos prisa, malos hijos ruines! Ojalá que en lugar de Héctor hubieseis muerto
todos en las veleras naves. ¡Ay de mí, desventurado, que engendré hijos
valentísimos en la vasta Troya, y ya puedo decir que ninguno me queda! Al divino
Méstor, a Troilo, que combatía en carro, y a Héctor, que era un dios entre los
hombres y no parecía hijo de un mortal, sino de una divinidad, Ares les hizo
perecer; y restan los que son indignos, embusteros, danzarines, señalados
únicamente en los coros y hábiles en robar al pueblo corderos y cabritos. Pero
¿no me prepararéis al instante el carro, poniendo en él todas estas cosas, para
que emprendamos el camino?
Príamo seguido de un servido se acerca a Aquiles. Nótese la presencia de Hermes a la izquierda
Homero, Ilíada
XXIV, 322 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
El anciano subió
presuroso al carro y lo guió a la calle, pasando por el vestíbulo y el pórtico
sonoro. Iban delante los mulos que arrastraban el carro de cuatro ruedas, y eran
gobernados por el prudente Ideo; seguían los caballos, que el viejo aguijaba con
el látigo para que atravesaran prestamente la ciudad; y todos los amigos
acompañaban al rey, derramando abundantes lágrimas, como si a la muerte
caminara. Cuando hubieron bajado de la ciudad al campo, hijos y yernos
regresaron a Ilión. Mas al atravesar Príamo y el heraldo la llanura, no dejó de
advertirlo Zeus, que vio al anciano y se compadeció de él. Y llamando en seguida
a su hijo Hermes, hablóle de esta manera:
—¡Hermes! Puesto que te es grato acompañar a los hombres y oyes las súplicas del
que quieres, anda, ve y conduce a Príamo a las cóncavas naves aqueas, de suerte
que ningún dánao le vea hasta que haya llegado a la tienda del Pelida.
Así habló. El mensajero Argifontes no fue desobediente: calzóse al instante los
áureos divinos talares que le llevaban sobre el mar y la tierra inmensa con la
rapidez del viento, y tomó la vara con la cual adormece a cuantos quiere o
despierta a los que duermen. Llevándola en la mano, el poderoso Argifontes
emprendió el vuelo, llegó muy pronto a Troya y al
Helesponto, y echó a
andar, transfigurado en un joven príncipe a quien comienza a salir el bozo y
está graciosísimo en la flor de la juventud...
Hermes tirando del carro. Museo arqueológico de Atenas
v. 405 ss.
Respondióle el anciano
Príamo, semejante a un dios:
— Si eres servidor de Aquileo Pelida, ea, dime la verdad: ¿mi hijo yace aún
cerca de las naves, o Aquileo lo ha desmembrado y entregado a sus perros?
Contestóle el mensajero Argifontes:
— ¡Oh anciano! Ni los perros ni las aves lo han devorado, y todavía yace junto
al bajel de Aquileo, dentro de la tienda. Doce días lleva de estar tendido, y ni
el cuerpo se pudre, ni lo comen los gusanos que devoran a los hombres muertos en
la guerra. Cuando apunta la divinal Eos, Aquileo lo arrastra sin piedad
alrededor del túmulo de su compañero querido; pero ni aun así lo desfigura, y tú
mismo, si a él te acercaras, te admirarías de ver cuan fresco está: la sangre le
ha sido lavada, no presenta mancha alguna, y cuantas heridas recibió —pues
fueron muchos los que le envasaron el bronce—, todas se han cerrado. De tal modo
los bienaventurados dioses cuidan de tu hijo aun después de muerto, porque era
muy caro a su corazón.
Así se expresó. Alegróse el anciano, y respondió diciendo:
— ¡Oh hijo! Bueno es ofrecer a los inmortales los debidos dones. Jamás mi hijo,
si no ha sido un sueño que haya existido, olvidó en el palacio a los dioses que
moran en el Olimpo, y por esto se acordaron de él en el fatal trance de la
muerte. Mas, ea, recibe de mis manos esta copa, para que la guardes, y guíame
con el favor de los dioses hasta que llegue a la tienda del Pelida...
Príamo entra en la tienda de Aquiles
v. 440 ss.
Así habló el benéfico
Hermes; y subiendo al carro, recogió al instante el látigo y las riendas e
infundió gran vigor a los corceles y mulos. Cuando llegaron al foso y a las
torres que protegían las naves, los centinelas comenzaban a preparar la cena, y
el mensajero Argifontes los adormeció a todos; en seguida abrió la puerta,
descorriendo los cerrojos, e introdujo a Príamo y el carro que llevaba los
espléndidos regalos. Llegaron, por fin, a la alta tienda que los mirmidones
habían construido para el rey con troncos de abeto, techándola con frondosas
cañas que cortaron en la pradera: rodeábala una gran cerca de muchas estacas y
tenía la puerta asegurada por un barra de abeto que quitaban o ponían tres
aqueos juntos, y sólo Aquileo la descorría sin ayuda. Entonces el benéfico
Hermes abrió la puerta e introdujo al anciano y los presentes para el Pelida, el
de los pies ligeros. Y apeándose del carro, dijo a Príamo:
—¡Oh anciano! Yo soy un dios inmortal, soy Hermes; y mi padre me envió para que
fuese tu guía. Me vuelvo antes de llegar a la presencia de Aquileo, pues sería
indecoroso que un dios inmortal se tomara públicamente tanto interés por los
mortales. Entra tú, abraza las rodillas del Pelida, y suplícale por su padre,
por su madre de hermosa cabellera y por su hijo, a finde que conmuevas su
corazón.
Hermes se despide, Príamo suplica a Aquiles que banquetea
Cuando esto
hubo dicho, Hermes se encaminó al vasto Olimpo. Príamo saltó del carro a tierra,
dejó a Ideo para que cuidase de los caballos y mulos, y fue derecho a la tienda
en que moraba Aquileo, caro a Zeus. Hallóle solo —sus amigos estaban sentados
aparte—, y el héroe Automedonte y Alcimo, vástago de Ares, le servían, pues
acababa de cenar, y si bien ya no comía ni bebía, aún la mesa continuaba puesta.
El gran Príamo entró sin ser visto, y acercándose a Aquileo, abrazóle las
rodillas y besó aquellas manos terribles, homicidas, que habían dado muerte a
tantos hijos suyos. Como quedan atónitos los que, hallándose en la casa de un
rico, ven llegar a un hombre que tuvo la desgracia de matar en su patria a otro
varón y ha emigrado a país extraño, de igual manera asombróse Aquileo de ver a
Príamo, semejante a un dios, y los demás se sorprendieron también y se miraron
unos a otros. Y Príamo suplicó a Aquileo, dirigiéndole estas palabras:
Príamo suplica a Aquiles. Ivanov, 1824
—Acuérdate de tu padre,
oh Aquileo, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado
a los funestos umbrales de la vejez. Quizás los vecinos circunstantes le oprimen
y no hay quien le salve del infortunio y la ruina; pero al menos aquél, sabiendo
que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su
hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos
valientes en la espaciosa Ilión, puedo decir que de ellos ninguno me queda.
Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diecinueve eran de una misma madre;
a los restantes, diferentes mujeres los dieron a luz en el palacio. A los más el
furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí y defendía la
ciudad y a sus habitantes, a éste tu lo mataste poco ha mientras combatía por la
patria, a Héctor; por quien vengo ahora a las naves de los aqueos, con un
cuantioso rescate, a fin de redimir su cadáver. Respeta a los dioses, Aquileo y
apiádate de mí, acordándote de tu padre; yo soy aún más digno de compasión que
él, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a
mis labios la mano del hombre matador de mis hijos.
Así habló. A Aquileo le vino deseo de llorar por su padre; y cogiendo la mano de
Príamo, apartóle suavemente. Los dos lloraban afligidos por los recuerdos:
Príamo acordándose de Héctor, matador de hombres, derramaba copiosas lágrimas
postrado a los pies de Aquileo; éste las vertía, unas veces por su padre y otras
por Patroclo; y los gemidos de ambos resonaban en la tienda.
"Aquiles y Príamo", B-J. Lepage, 1876
v. 578 ss.
En seguida
desengancharon los caballos y los mulos, introdujeron al heraldo del anciano,
haciéndole sentar en una silla, y quitaron del lustroso carro los cuantiosos
presentes destinados al rescate de Héctor. Tan solo dejaron dos palios y una
túnica bien tejida, para envolver el cadáver antes que Príamo se lo llevase al
palacio. Aquileo llamó entonces a los esclavos y les mandó que lavaran y
ungieran el cuerpo de Héctor, trasladándolo a otra parte para que Príamo no le
advirtiese; no fuera que afligiéndose al ver a su hijo, no pudiese reprimir la
cólera en su pecho e irritase el corazón de Aquileo, y éste le matara,
quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado ya y ungido con aceite, las esclavas lo
cubrieron con la túnica y el hermoso palio; después el mismo Aquileo lo levantó
y colocó en un lecho, y por fin los compañeros lo subieron al lustroso carro. Y
el héroe suspiró y dijo, nombrando a su amigo:
—No te enojes conmigo, oh Patroclo, si en el Hades te enteras de que he
entregado el cadáver del divino Héctor al padre de este héroe; pues me ha traído
un rescate digno, y consagraré a tus manes la parte que te es debida.
Habló así el divino Aquileo y volvió a la tienda. Sentóse en la silla labrada
que antes ocupara, de espaldas a la pared, frente a Príamo, y hablóle en estos
términos:
—Tu hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y cuando
asome el día podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar; pues hasta
Níobe, la de
hermosas trenzas, se acordó de tonar alimento
cuando en el palacio murieron sus
doce vástagos...
Príamo suplica a Aquiles que banquetea, debajo el cadáver de Héctor
v. 650 ss.
—Acuéstate fuera de la tienda, anciano
querido; no sea que alguno de los caudillos aqueos venga, como suelen, a
consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos te viera durante la veloz y
obscura noche, podría decirlo a Agamemnón, pastor de pueblos, y quizás se
diferiría la entrega del cadáver. Mas, ea, habla y dime con sinceridad cuantos
días quieres para hacer honras al divino Héctor; y durante este tiempo
permaneceré quieto y contendré al ejército.
Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios:
— Si quieres que yo pueda celebrar los funerales del divino Héctor, obrando como
voy a decirte, oh Aquileo, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos
encerrados en la ciudad; la leña hay que traerla de lejos, del monte; y los
troyanos tienen mucho miedo. Durante nueve días le lloraremos en el palacio, en
el décimo le sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, en el
undécimo erigiremos un túmulo sobre el cadáver y en el duodécimo volveremos a
pelear, si necesario fuere.
Contestóle el divino Aquileo el de los pies ligeros:
— Se hará como dispones, anciano Príamo, y suspenderé el combate durante el
tiempo que me pides.
Dichas estas palabras, estrechó la diestra del anciano para que no abrigara en
su alma temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se acostaron en el
vestíbulo. Aquileo durmió en el interior de la tienda sólidamente construida, y
a su lado descansó Briseida, la de hermosas mejillas.
Las demás deidades y los hombres que combaten en carros durmieron toda la noche,
vencidos del dulce sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que
meditaba cómo sacaría del recinto de las naves a Príamo sin que lo advirtiesen
los sagrados guardianes de las puertas.
Andrómaca llora a Héctor en presencia de Astianacte
J.-L. David, Andromache Mourning Hector, 1783. Paris, École Nationale Supérieure des Beaux-Arts
Homero,
Ilíada
XXIV, 1 ss.
((Traducción
de Luis Segalá y Estalella)
Dentro ya del magnífico
palacio, pusieron el cadáver en un torneado lecho e hicieron sentar a su
alrededor cantores que entonaran el treno; éstos cantaban con voz lastimera, y
las mujeres respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos
brazos, que sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de hombres, dio
comienzo a las lamentaciones, exclamando:
—¡Esposo mío! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el
palacio. El hijo que nosotros, ¡infelices!, hemos engendrado, es todavía infante
y no creo que llegue a la juventud, antes será la ciudad arruinada desde su
cumbre. Porque has muerto tú, que eras su defensor, el que la salvaba, el que
protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las
llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás y
tendrás que ocuparte en viles oficios, trabajando en provecho de un amo cruel; o
algún aqueo te cogerá de la mano y te arrojará de lo alto de una torre, ¡muerte
horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el hijo; pues
muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando tu
padre en la funesta batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh
Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me
aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los
brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias, que hubiera recordado
siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.
"Hécuba". R. Termine
Esto dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécuba empezó a su vez el funeral lamento:
—¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras caro a los dioses, pues no se olvidaron de ti en el trance fatal de tu muerte. Aquileo, el de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger, vendiólos al otro lado del mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de arrancarte el alma con el bronce de larga punta, te arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y ahora yaces en el palacio tan fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del argénteo arco, mata con sus suaves flechas.
J.-L. David, "Héctor muerto", 1778
Así habló, derramando
lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue la tercera en dar
principio al funeral lamento:
—¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro,
me trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes! y en los veinte años que van
transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de tu boca una
palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los
cuñados, de las cuñadas o de las esposas de aquéllos, o la suegra —pues el
suegro fue siempre cariñoso como un padre—, contenías su enojo, aquietándolos
con tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido, lloro a la vez
por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea
benévolo ni amigo, pues todos me detestan.
El cadáver de Héctor llevado a Troya
Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el anciano Príamo dijo al pueblo:
—Ahora, troyanos, traed
leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los argivos; pues
Aquileo, al despedirme en las negras naves, me prometió no causarnos daño hasta
que llegue la duodécima aurora.
De este modo les habló. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes
y mulos, se reunió fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon
abundante leña, y cuando por décima vez apuntó Eos, que trae la luz a los
mortales, sacaron, con los ojos preñados de lágrimas, el cadáver del audaz
Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira, y le prendieron fuego.
J.-L. David, "El funeral de Patroclo", 1778
Mas, así que se
descubrió la hija de la mañana, Eos de rosados dedos, congregóse el pueblo en
torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos se hubieron reunido,
apagaron con negro vino la parte de la pira a que la llama había alcanzado; y
seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por
las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro,
envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron
con muchas y grandes piedras, amontonaron la tierra y erigieron el túmulo.
Habían puesto centinelas por todos lados, para vigilar si los aqueos, de
hermosas grebas, los atacaban. Levantado el túmulo, volviéronse: y reunidos
después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron el espléndido
banquete fúnebre.
Así celebraron las honras de Héctor, domador de caballos.
© Henar Velasco López